viernes, 25 de octubre de 2013

W.T.A.

Lo normal cuando empiezas a hablar sobre tu vida, es que primero empieces a hablar sobre ti. Es lo lógico, ya que tú eres el centro de tu vida. Pero a mí no me apetece hablar de mí. Me conozco lo suficiente como para empezar a hablar ahora de cosas banales y estúpidas que no llevan a ninguna parte, y también me desconozco lo suficiente como para no tener ni idea de cómo continuar. Pero tal vez esto sea también otra cosa banal e intrascendente, por lo que iré al grano. Os hablaré de él.
Nunca me había enamorado. No así, quiero decir. Tal vez puede, en un pasado, pero fue hace tanto que lo he olvidado y fácilmente podría confundirlo con otros sentimientos parecidos –aunque en realidad amor solo hay uno-.
Yo no le conocía, os lo puedo prometer. Se sentaba a mi lado en clases, porque era nuevo y no quedaban más sitios. Tan solo el que estaba al lado de mi pupitre. Porque a mí me gustaba sentarme sola, sin nadie más. Con la cabeza apoyada en el marco de la ventana y maldiciendo para mis adentros que en aquel día nublado no estuviese lloviendo aún. Will Thomas Andrew –sus padres se habían currado el nombrecito- entró por la puerta de la clase, con la mochila colgando de una única asa sobre su hombro derecho, con unos vaqueros oscuros y una camiseta de mi grupo favorito. Lo primero que pensé de él fue que tenía buen gusto musical. Lo segundo es que tenía unos ojazos marrones. Joder, qué ojos, y eso que eran marrones y ya sabéis, los ojos marrones no suelen ser bonitos. Siempre son simples y corrientes. Por eso me sorprendió que fuesen lo segundo que me llamase la atención de él. Unos ojos avellanados y poblados de largas y hermosas pestañas. Jodido capullo, qué envidia. Lo que habría dado yo por unas pestañas como esas, y él ni parecía percatarse de que las tenía. Pero sin embargo no me pareció mala idea que se sentase a mi lado. No ese día.
Al día siguiente llegué tarde a clase –como siempre- y lo encontré sentado en mi sitio. Avancé con rapidez y esquivando a los demás hasta pararme frente a él.
-Ese es mi sitio –le espeté.
Ni siquiera me miró. Se limitó a encogerse de hombros. Me gustaría poder decir que le obligué a cambiarse de sitio y a devolverme el mío. De verdad que me gustaría. Pero soy una cobarde. Encima su falta de interés que me descolocó de pies a cabeza. Arrojé la mochila sobre la mesa y me fui pisoteando el suelo con fuerza –si es que se le puede dar patadas al suelo-, furiosa. Aquel desconocido se había plantado en mi sitio y no me lo iba a devolver por las buenas. Pero le disculpé, porque tenía buen gusto musical.
Y sucedieron los días. Creedme si os digo que no le escuché hablar hasta mediados de Noviembre. Y había llegado en Octubre. Cuando le preguntaban se limitaba a asentir, negar con la cabeza o encogerse de hombros. Lo miraba tan a menudo que podía imitar sus gestos a la perfección. Incluso podía seguir su rutina. Llegaba, se sentaba, estiraba los hombros, ponía los ojos en blanco cuando entraban los canis de turno –aunque para ser sinceros, yo también lo hacía-, levantaba la mano cuando lo nombraban en la lista y se ponía a mirar por la ventana. Pero no miraba, yo lo sabía. Ponía esa mirada perdida que yo también tenía cuando ocupaba su lugar frente a la ventana. Estaba pensando, sabe dios en qué, pero tan solo estaba de cuerpo presente en clase. A mí también me gustaba pensar, pero desde que él había llegado interrumpía cada uno de mis pensamientos con su sola presencia. Joder, a decir verdad, era un verdadero estorbo.
Pero era divertido mirarle. A menudo –bueno, casi siempre- tenía el ceño fruncido, lo que le provocaba una pequeña arruga entre las cejas que, juro, me parecía adorable. Y lo más divertido de todo es que nunca había entendido esa estúpida frase de “estás muy mono/a cuando te enfadas”. Hasta que le conocí a él.
Pero ojo, no vayáis a pensar que era un prepotente, un arrogante y un borde. Era todo eso y más. Y con esto puedo sentirme especial y agito los puños al aire en señal de triunfo, porque solo era simpático conmigo. ¡Chupaos esa!
Bueno, la verdad es que eso no es del todo cierto. No hablábamos, pero tampoco me trataba mal. Simplemente mi presencia parecía no afectarle en absoluto, ni para bien, ni para mal. Esto en parte me reconfortaba, y por otro lado me hacía sentir inmensamente insignificante. Pero, ¿por qué? ¿Porque a un capullo egocéntrico se le cruzasen los cables ya mi sola existencia no tenía sentido? Pues sí. Al menos eso es lo que yo pensaba. Y ya sé lo que estaréis pensando, que menuda gilipollas y que baja autoestima. No voy a negar ambas cosas, ya que son ciertas. Pero no le conocíais –yo tampoco, pero ya me entendéis-, él tenía razones para ser así. Eran razones las cuales yo desconocía, pero sabía que existían. ¿Por qué si no alguien iba a malgastar su única vida en fruncir el ceño y poner cara de chino cabreado? Nadie, o eso espero.
Hasta que llegó el Gran Momento. Lo pongo en mayúsculas porque de hecho fue el Gran Momento. Es como cuando conseguís aquello que tanto esperabais un día cualquiera, y a partir de ese momento ese día pasa a ser El Día. ¿Me entendéis? Espero que sí, porque si no, no podríais entender la importancia que tuvo el Gran Momento. Ahora que lo pienso, podría haberle llamado El Día. Pero ya estaba demasiado usado.
Estábamos en clase de Castellano, y la querida profesora, como no tenía otra cosa que hacer, se puso a cotillear –o a intentarlo- nuestras vidas personales. Lo cierto es que fue muy gracioso. No podéis imaginar las cosas que cuenta la gente con tal de llamar la atención, y con eso me refiero a la edad a la que perdieron la virginidad, o si mantenían relaciones con su pareja, o cosas similares. No es que me escandalice eso, estamos en el siglo XXI, no soy una cerrada de mente. Pero, ¿contarlo abiertamente en la clase? No sé, me pareció un poco estúpido e incluso patético. Sobre todo porque se notaba que la mayoría lo único que habían mojado en la vida había sido la cama al hacerse pis. Y estaba segura de que muchos lo seguían haciendo.
Y claro, como era de esperar, le preguntó a él. Creo que algunos profesores estudian muchos años pero luego no tienen ni idea de nada, o al menos ella no parecía captar sus mensajes subliminales de “cállate de una jodida vez vieja arpía, no pienso contarte mi vida”. Por lo menos yo sí que los pillé. Pero no, ella seguía insistiendo e insistiendo. No os voy a contar qué le preguntó, porque de hecho no le prestaba atención a ella, si no que estaba ocupada maravillándome con las venas de sus brazos, que se hinchaban como la tía gorda de Harry Potter. Dios mío, qué sexy. No hay cosa más sexy que un chico al que se le marquen las venas, de eso estoy segura. Y por eso no la escuché, hasta que pronunció la última pregunta que le hizo.
-¿Y tienes al menos un amigo o algo? –seguía insistiendo.
Entonces él alzó la cabeza hacia ella, le miré a los ojos y sentí como si un agujero negro me engullese con fuerza. Qué tristeza, joder. Os juro que nunca había visto tanta tristeza en unos ojos marrones. En los colores claros sí, porque les cuesta más camuflarse, en cambio en los colores oscuros las lágrimas saben esconderse con rapidez tras una profunda cortina de indiferencia. Y lo entendí. No tenía a nadie. Me obligué a bajar la vista porque sentía un nudo en la garganta tan grande que me costaba respirar. Pronto empezaron los murmullos, pero la profesora los acalló con un fuerte golpe en el tablero de la mesa. Por fin, ojalá se pusiese a explicar y hablar de cosas que entiende y dejar a los demás en paz. Porque la mayoría de los profesores, o bueno, de todo el mundo, no entiende nada. Nunca entienden nada. Y una de esas cosas es cuándo callarse. O al menos cómo decirlo sin meter el dedo en la llaga. Joder, malditos ignorantes.
Seguimos dando clase, pero no prestaba atención. No podía parar de mirarle y sentir lástima por él. Y me odiaba por eso. Odiaba a la gente que sentía lástima por mí, como si no fuese más que un maldito perro herido tirado en la carretera que no puede salvarse a sí mismo. Ergo al sentir lástima por él, yo era como ellos. Y odiaba ser como ellos.
-Oye, yo… -empecé.
Ni si quiera sé por qué abrí la maldita bocaza. Me miró –algo extremadamente inusual, ya que pasaba de mí el noventa y nueve por ciento de las veces- y deseé no haber hablado. Lo que había creído que era tristeza en un principio, era en realidad vacío. No sé si lo habréis visto alguna vez. Es como si te quitasen todo el oxígeno de una patada. Como si una garra helada te estrangulase el corazón. Algo parecido a enamorarse, pero a su vez todo lo contrario. Como si perdieses lo que más amas. Lo sabía, conocía bien esa mirada. Yo misma tenía que hacerle frente todas las mañanas frente al espejo. Pero la gente no se percataba de esos detalles. La gente nunca se daba cuenta de nada. Pero debía disculparles. Yo también tenía los ojos marrones.
El problema, es que al igual que yo pude ver el vacío de su ser –sí, de su alma- él pudo ver la lástima reflejada en mi rostro. Y no le gustó. Para nada.
-¿Qué? –Me espetó con más dureza de la que le creía capaz.
-Esto… yo… lo siento –las palabras se atropellaban en mi boca.
Aparté la vista de él y abrí con rapidez los libros y la libreta, esperando que se olvidase de mí. Pero como buena patosa que soy, mi libreta cayó al suelo entre un revuelo de folios emborronados. Él bajó la vista hacia ellos, pero yo no pude. Sabía lo que contenía esa libreta, y notaba como se me subían los colores a una velocidad tal que incluso me mareé.
<<No los cojas, no los cojas, no los cojas>>, supliqué interiormente <<¡Mierda!>>
Se irguió en su asiento con uno de mis dibujos en sus manos. Frunció el ceño mientras lo examinaba. Sabía cuál estaba mirando. Se transparentaba con la luz que entraba por la ventana. Aguanté la respiración durante un tiempo que me pareció eterno. Mis otros dibujos seguían en el suelo junto a mi libreta, y deseaba cogerlos, porque la gente de atrás empezaron a removerse, inquietos, para poder verlos con más claridad. Pero no podía moverme. Esperaba impaciente alguna reacción por su parte, pero no sucedía nada. Inspeccionó el dibujo detalle a detalle durante varios minutos.
-¿Debería sentirme alagado porque me elijas como modelo para tus dibujos, o preocupado ya que podrías ser una especie de psicópata obsesionada conmigo? –Preguntó, aún mirando el papel.
No me lo pude creer. Esperaba que se hubiese burlado, que hubiese puesto los ojos en blanco o incluso había rozado la posibilidad de creer que tal vez hubiese podido decirme alguna especie de cumplido. Pero desde luego no esperaba que me acusase de psicópata.
-Si no te gusta puedes devolvérmelo –le espeté. No iba a dejar que me humillase, no él.
Hizo un ruidito con la boca que me desconcertó por completo. Se estaba riendo.
-Yo no he dicho que no me guste –respondió.
En ese momento me di cuenta de que tenía una voz muy dulce. Persuasiva. La típica voz de la que tus padres te piden que te alejes cuando el propietario te ofrece un caramelo a la salida de la escuela. Me estremecí.
-¿Puedo quedármelo? –me preguntó, esta vez con suavidad.
Hablaba arrastrando las palabras de una forma que, realmente, le daba un toque extremadamente sexy.
Asentí con rapidez. Dios mío, por mí, podía quedarse todos los dibujos que quisiese. Esto me recordó que los demás estaban en el suelo, así que me agaché con rapidez y los recogí del suelo justo en el momento en que la sirena anunciaba el final de clases y la vuelta a casa. Ordené –bueno, puse rectos- los dibujos dentro de la libreta y lo guardé todo en la mochila mientras los demás salían disparados hacia la salida. Me eché a un lado para que pudiese pasar, esperando a oír el ruido de sus zapatillas al caminar, como hacía siempre. Pero no salió del aula.
-¿Tienes más dibujos como ese? –Aventuró, sobresaltándome, a pesar de saber que estaba no muy lejos de mí.
Me giré, con los alborotados cabellos cayendo sobre mi frente. Los aparté con una mano, pero no respondí. Estaba apoyado contra una mesa, un par de metros más allá, con su mochila colgando, como siempre, de un asa de su hombro derecho. A decir verdad tenía una buena espalda, como la de los nadadores. Anchos hombros y cintura estrecha.
-O más dibujos, en general –continuó.
Asentí, pero no hacía falta. Él ya sabía de sobra que tenía más dibujos, los había visto. Pero por alguna razón que yo desconocía, le gustaba picarme.
-Genial –mostró una sonrisa torcida, me estaba derritiendo-. Porque la verdad es que dibujas muy bien, que lo sepas. Y –se sacó mi dibujo doblado por la mitad del bolsillo del pantalón y lo miró- me has sacado muy guapo.
Me sonrojé, pero intenté aparentar indiferencia.
-Es un dibujo realista –alzó la mirada hacia mí, que a pesar de sonreír, seguía estando vacía-. Eres muy mono.
Otra vez esa risita extraña. Aunque por ello no dejaba de ser bonita. Giró el dibujo y lo alzó, de manera que yo pudiese verlo. Pero yo ya me lo conocía a la perfección. Era el dibujo que más trabajo me había dado.
En él aparecía un chico de unos diecisiete años, con la cabeza inclinada y el ceño fruncido, mirando a un punto perdido. Tenía los ojos avellanados, castaño oscuro, largas pestañas, cejas no muy pobladas –gracias a Dios, un chico que no parece tener dos yetis acostados encima de los ojos- y los labios finos y oscuros. La tez morena, ya que el dibujo estaba a color. El pelo negro y algo largo, con el flequillo echado hacia arriba, pero no demasiado, no llegaba ser una cresta, y un remolino justo en el lado izquierdo. Me hubiera gustado sacarlo sonriendo, pero como nunca le había visto sonreír, podría haber superado mis expectativas, y aquello se suponía que era un dibujo realista. Pero si la hubiese dibujado después de verla, habría dibujado una sonrisa torcida, con los dientes tan bien colocados que decían a gritos que habían llevado unos aparatos no mucho tiempo atrás. Con un hoyuelo marcado en el lado derecho, la parte por la que sonreía. Una sonrisa que habría derretido a cualquiera. Pero a decir verdad, no era guapo del todo. Tenía una nariz aguileña no muy marcada que la gente habría tachado de imperfecta en ese rostro que a mí me parecía perfecto. Pero ya sabéis lo que dicen. La belleza está en los ojos del que mira. Y él era muy mono, tanto que deseaba estrecharle entre mis brazos, cosa extraña y alarmante, ya que odiaba abrazar a todo el mundo.
-¿Qué opinas? –Dijo rompiendo el hilo de mis pensamientos.
-En mi humilde opinión –empecé, y esta vez fui yo la que sonreí al ver un amago de sonrisa en su rostro-, es clavado a ti.
Asintió y guardó el dibujo de nuevo en su bolsillo. Se levantó y se dirigió hacia la salida. Se paró en la puerta y giró la cabeza hacia mí.
-¿Vienes?
-¿Adónde? –Le pregunté a su vez, desconcertada.
-A enseñarme tus otros dibujos, ¿qué si no? –Respondió, como si fuese la cosa más obvia del mundo enseñar tus dibujos personales a un completo desconocido- Vamos, que no tengo todo el día –resopló.
Echó a andar y lo perdí de vista. A decir verdad no era un completo desconocido, y se lo debía por medio acosarle con dibujos. Suspiré, me encogí de hombros para mí misma, cogí mis cosas y le seguí.
Y desde aquel momento, fue como volver a nacer.