Lo normal cuando
empiezas a hablar sobre tu vida, es que primero empieces a hablar sobre ti. Es
lo lógico, ya que tú eres el centro de tu vida. Pero a mí no me apetece hablar
de mí. Me conozco lo suficiente como para empezar a hablar ahora de cosas banales
y estúpidas que no llevan a ninguna parte, y también me desconozco lo
suficiente como para no tener ni idea de cómo continuar. Pero tal vez esto sea
también otra cosa banal e intrascendente, por lo que iré al grano. Os hablaré
de él.
Nunca me había
enamorado. No así, quiero decir. Tal vez puede, en un pasado, pero fue hace
tanto que lo he olvidado y fácilmente podría confundirlo con otros sentimientos
parecidos –aunque en realidad amor solo hay uno-.
Yo no le conocía, os lo
puedo prometer. Se sentaba a mi lado en clases, porque era nuevo y no quedaban
más sitios. Tan solo el que estaba al lado de mi pupitre. Porque a mí me
gustaba sentarme sola, sin nadie más. Con la cabeza apoyada en el marco de la
ventana y maldiciendo para mis adentros que en aquel día nublado no estuviese
lloviendo aún. Will Thomas Andrew –sus padres se habían currado el nombrecito- entró
por la puerta de la clase, con la mochila colgando de una única asa sobre su
hombro derecho, con unos vaqueros oscuros y una camiseta de mi grupo favorito. Lo
primero que pensé de él fue que tenía buen gusto musical. Lo segundo es que tenía
unos ojazos marrones. Joder, qué ojos, y eso que eran marrones y ya sabéis, los
ojos marrones no suelen ser bonitos. Siempre son simples y corrientes. Por eso
me sorprendió que fuesen lo segundo que me llamase la atención de él. Unos ojos
avellanados y poblados de largas y hermosas pestañas. Jodido capullo, qué
envidia. Lo que habría dado yo por unas pestañas como esas, y él ni parecía
percatarse de que las tenía. Pero sin embargo no me pareció mala idea que se
sentase a mi lado. No ese día.
Al día siguiente llegué
tarde a clase –como siempre- y lo encontré sentado en mi sitio. Avancé con
rapidez y esquivando a los demás hasta pararme frente a él.
-Ese es mi sitio –le
espeté.
Ni siquiera me miró. Se
limitó a encogerse de hombros. Me gustaría poder decir que le obligué a
cambiarse de sitio y a devolverme el mío. De verdad que me gustaría. Pero soy
una cobarde. Encima su falta de interés que me descolocó de pies a cabeza.
Arrojé la mochila sobre la mesa y me fui pisoteando el suelo con fuerza –si es
que se le puede dar patadas al suelo-, furiosa. Aquel desconocido se había
plantado en mi sitio y no me lo iba a devolver por las buenas. Pero le
disculpé, porque tenía buen gusto musical.
Y sucedieron los días.
Creedme si os digo que no le escuché hablar hasta mediados de Noviembre. Y
había llegado en Octubre. Cuando le preguntaban se limitaba a asentir, negar
con la cabeza o encogerse de hombros. Lo miraba tan a menudo que podía imitar
sus gestos a la perfección. Incluso podía seguir su rutina. Llegaba, se
sentaba, estiraba los hombros, ponía los ojos en blanco cuando entraban los
canis de turno –aunque para ser sinceros, yo también lo hacía-, levantaba la
mano cuando lo nombraban en la lista y se ponía a mirar por la ventana. Pero no
miraba, yo lo sabía. Ponía esa mirada perdida que yo también tenía cuando
ocupaba su lugar frente a la ventana. Estaba pensando, sabe dios en qué, pero
tan solo estaba de cuerpo presente en clase. A mí también me gustaba pensar, pero
desde que él había llegado interrumpía cada uno de mis pensamientos con su sola
presencia. Joder, a decir verdad, era un verdadero estorbo.
Pero era divertido
mirarle. A menudo –bueno, casi siempre- tenía el ceño fruncido, lo que le
provocaba una pequeña arruga entre las cejas que, juro, me parecía adorable. Y
lo más divertido de todo es que nunca había entendido esa estúpida frase de
“estás muy mono/a cuando te enfadas”. Hasta que le conocí a él.
Pero ojo, no vayáis a
pensar que era un prepotente, un arrogante y un borde. Era todo eso y más. Y
con esto puedo sentirme especial y agito los puños al aire en señal de triunfo,
porque solo era simpático conmigo. ¡Chupaos esa!
Bueno, la verdad es que
eso no es del todo cierto. No hablábamos, pero tampoco me trataba mal.
Simplemente mi presencia parecía no afectarle en absoluto, ni para bien, ni
para mal. Esto en parte me reconfortaba, y por otro lado me hacía sentir
inmensamente insignificante. Pero, ¿por qué? ¿Porque a un capullo egocéntrico
se le cruzasen los cables ya mi sola existencia no tenía sentido? Pues sí. Al
menos eso es lo que yo pensaba. Y ya sé lo que estaréis pensando, que menuda
gilipollas y que baja autoestima. No voy a negar ambas cosas, ya que son
ciertas. Pero no le conocíais –yo tampoco, pero ya me entendéis-, él tenía
razones para ser así. Eran razones las cuales yo desconocía, pero sabía que
existían. ¿Por qué si no alguien iba a malgastar su única vida en fruncir el
ceño y poner cara de chino cabreado? Nadie, o eso espero.
Hasta que llegó el Gran
Momento. Lo pongo en mayúsculas porque de hecho fue el Gran Momento. Es como
cuando conseguís aquello que tanto esperabais un día cualquiera, y a partir de
ese momento ese día pasa a ser El Día. ¿Me entendéis? Espero que sí, porque si
no, no podríais entender la importancia que tuvo el Gran Momento. Ahora que lo
pienso, podría haberle llamado El Día. Pero ya estaba demasiado usado.
Estábamos en clase de
Castellano, y la querida profesora, como no tenía otra cosa que hacer, se puso
a cotillear –o a intentarlo- nuestras vidas personales. Lo cierto es que fue
muy gracioso. No podéis imaginar las cosas que cuenta la gente con tal de
llamar la atención, y con eso me refiero a la edad a la que perdieron la
virginidad, o si mantenían relaciones con su pareja, o cosas similares. No es
que me escandalice eso, estamos en el siglo XXI, no soy una cerrada de mente.
Pero, ¿contarlo abiertamente en la clase? No sé, me pareció un poco estúpido e
incluso patético. Sobre todo porque se notaba que la mayoría lo único que
habían mojado en la vida había sido la cama al hacerse pis. Y estaba segura de
que muchos lo seguían haciendo.
Y claro, como era de
esperar, le preguntó a él. Creo que algunos profesores estudian muchos años
pero luego no tienen ni idea de nada, o al menos ella no parecía captar sus
mensajes subliminales de “cállate de una jodida vez vieja arpía, no pienso
contarte mi vida”. Por lo menos yo sí que los pillé. Pero no, ella seguía
insistiendo e insistiendo. No os voy a contar qué le preguntó, porque de hecho no
le prestaba atención a ella, si no que estaba ocupada maravillándome con las
venas de sus brazos, que se hinchaban como la tía gorda de Harry Potter. Dios
mío, qué sexy. No hay cosa más sexy que un chico al que se le marquen las
venas, de eso estoy segura. Y por eso no la escuché, hasta que pronunció la
última pregunta que le hizo.
-¿Y tienes al menos un
amigo o algo? –seguía insistiendo.
Entonces él alzó la
cabeza hacia ella, le miré a los ojos y sentí como si un agujero negro me
engullese con fuerza. Qué tristeza, joder. Os juro que nunca había visto tanta
tristeza en unos ojos marrones. En los colores claros sí, porque les cuesta más
camuflarse, en cambio en los colores oscuros las lágrimas saben esconderse con
rapidez tras una profunda cortina de indiferencia. Y lo entendí. No tenía a
nadie. Me obligué a bajar la vista porque sentía un nudo en la garganta tan
grande que me costaba respirar. Pronto empezaron los murmullos, pero la
profesora los acalló con un fuerte golpe en el tablero de la mesa. Por fin,
ojalá se pusiese a explicar y hablar de cosas que entiende y dejar a los demás
en paz. Porque la mayoría de los profesores, o bueno, de todo el mundo, no
entiende nada. Nunca entienden nada. Y una de esas cosas es cuándo callarse. O
al menos cómo decirlo sin meter el dedo en la llaga. Joder, malditos
ignorantes.
Seguimos dando clase,
pero no prestaba atención. No podía parar de mirarle y sentir lástima por él. Y
me odiaba por eso. Odiaba a la gente que sentía lástima por mí, como si no
fuese más que un maldito perro herido tirado en la carretera que no puede
salvarse a sí mismo. Ergo al sentir lástima por él, yo era como ellos. Y odiaba
ser como ellos.
-Oye, yo… -empecé.
Ni si quiera sé por qué
abrí la maldita bocaza. Me miró –algo extremadamente inusual, ya que pasaba de
mí el noventa y nueve por ciento de las veces- y deseé no haber hablado. Lo que
había creído que era tristeza en un principio, era en realidad vacío. No sé si
lo habréis visto alguna vez. Es como si te quitasen todo el oxígeno de una
patada. Como si una garra helada te estrangulase el corazón. Algo parecido a
enamorarse, pero a su vez todo lo contrario. Como si perdieses lo que más amas.
Lo sabía, conocía bien esa mirada. Yo misma tenía que hacerle frente todas las
mañanas frente al espejo. Pero la gente no se percataba de esos detalles. La
gente nunca se daba cuenta de nada. Pero debía disculparles. Yo también tenía
los ojos marrones.
El problema, es que al
igual que yo pude ver el vacío de su ser –sí, de su alma- él pudo ver la
lástima reflejada en mi rostro. Y no le gustó. Para nada.
-¿Qué? –Me espetó con
más dureza de la que le creía capaz.
-Esto… yo… lo siento –las
palabras se atropellaban en mi boca.
Aparté la vista de él y
abrí con rapidez los libros y la libreta, esperando que se olvidase de mí. Pero
como buena patosa que soy, mi libreta cayó al suelo entre un revuelo de folios
emborronados. Él bajó la vista hacia ellos, pero yo no pude. Sabía lo que
contenía esa libreta, y notaba como se me subían los colores a una velocidad
tal que incluso me mareé.
<<No los cojas,
no los cojas, no los cojas>>, supliqué interiormente
<<¡Mierda!>>
Se irguió en su asiento
con uno de mis dibujos en sus manos. Frunció el ceño mientras lo examinaba.
Sabía cuál estaba mirando. Se transparentaba con la luz que entraba por la
ventana. Aguanté la respiración durante un tiempo que me pareció eterno. Mis
otros dibujos seguían en el suelo junto a mi libreta, y deseaba cogerlos,
porque la gente de atrás empezaron a removerse, inquietos, para poder verlos
con más claridad. Pero no podía moverme. Esperaba impaciente alguna reacción
por su parte, pero no sucedía nada. Inspeccionó el dibujo detalle a detalle
durante varios minutos.
-¿Debería sentirme
alagado porque me elijas como modelo para tus dibujos, o preocupado ya que
podrías ser una especie de psicópata obsesionada conmigo? –Preguntó, aún mirando
el papel.
No me lo pude creer.
Esperaba que se hubiese burlado, que hubiese puesto los ojos en blanco o
incluso había rozado la posibilidad de creer que tal vez hubiese podido decirme
alguna especie de cumplido. Pero desde luego no esperaba que me acusase de
psicópata.
-Si no te gusta puedes
devolvérmelo –le espeté. No iba a dejar que me humillase, no él.
Hizo un ruidito con la
boca que me desconcertó por completo. Se estaba riendo.
-Yo no he dicho que no
me guste –respondió.
En ese momento me di
cuenta de que tenía una voz muy dulce. Persuasiva. La típica voz de la que tus
padres te piden que te alejes cuando el propietario te ofrece un caramelo a la
salida de la escuela. Me estremecí.
-¿Puedo quedármelo? –me
preguntó, esta vez con suavidad.
Hablaba arrastrando las
palabras de una forma que, realmente, le daba un toque extremadamente sexy.
Asentí con rapidez.
Dios mío, por mí, podía quedarse todos los dibujos que quisiese. Esto me
recordó que los demás estaban en el suelo, así que me agaché con rapidez y los
recogí del suelo justo en el momento en que la sirena anunciaba el final de
clases y la vuelta a casa. Ordené –bueno, puse rectos- los dibujos dentro de la
libreta y lo guardé todo en la mochila mientras los demás salían disparados
hacia la salida. Me eché a un lado para que pudiese pasar, esperando a oír el
ruido de sus zapatillas al caminar, como hacía siempre. Pero no salió del aula.
-¿Tienes más dibujos
como ese? –Aventuró, sobresaltándome, a pesar de saber que estaba no muy lejos
de mí.
Me giré, con los
alborotados cabellos cayendo sobre mi frente. Los aparté con una mano, pero no
respondí. Estaba apoyado contra una mesa, un par de metros más allá, con su
mochila colgando, como siempre, de un asa de su hombro derecho. A decir verdad
tenía una buena espalda, como la de los nadadores. Anchos hombros y cintura
estrecha.
-O más dibujos, en
general –continuó.
Asentí, pero no hacía
falta. Él ya sabía de sobra que tenía más dibujos, los había visto. Pero por
alguna razón que yo desconocía, le gustaba picarme.
-Genial –mostró una
sonrisa torcida, me estaba derritiendo-. Porque la verdad es que dibujas muy
bien, que lo sepas. Y –se sacó mi dibujo doblado por la mitad del bolsillo del
pantalón y lo miró- me has sacado muy guapo.
Me sonrojé, pero
intenté aparentar indiferencia.
-Es un dibujo realista –alzó
la mirada hacia mí, que a pesar de sonreír, seguía estando vacía-. Eres muy
mono.
Otra vez esa risita
extraña. Aunque por ello no dejaba de ser bonita. Giró el dibujo y lo alzó, de
manera que yo pudiese verlo. Pero yo ya me lo conocía a la perfección. Era el
dibujo que más trabajo me había dado.
En él aparecía un chico
de unos diecisiete años, con la cabeza inclinada y el ceño fruncido, mirando a
un punto perdido. Tenía los ojos avellanados, castaño oscuro, largas pestañas,
cejas no muy pobladas –gracias a Dios, un chico que no parece tener dos yetis
acostados encima de los ojos- y los labios finos y oscuros. La tez morena, ya
que el dibujo estaba a color. El pelo negro y algo largo, con el flequillo
echado hacia arriba, pero no demasiado, no llegaba ser una cresta, y un remolino
justo en el lado izquierdo. Me hubiera gustado sacarlo sonriendo, pero como
nunca le había visto sonreír, podría haber superado mis expectativas, y aquello
se suponía que era un dibujo realista. Pero si la hubiese dibujado después de verla,
habría dibujado una sonrisa torcida, con los dientes tan bien colocados que
decían a gritos que habían llevado unos aparatos no mucho tiempo atrás. Con un
hoyuelo marcado en el lado derecho, la parte por la que sonreía. Una sonrisa
que habría derretido a cualquiera. Pero a decir verdad, no era guapo del todo.
Tenía una nariz aguileña no muy marcada que la gente habría tachado de
imperfecta en ese rostro que a mí me parecía perfecto. Pero ya sabéis lo que
dicen. La belleza está en los ojos del que mira. Y él era muy mono, tanto que
deseaba estrecharle entre mis brazos, cosa extraña y alarmante, ya que odiaba
abrazar a todo el mundo.
-¿Qué opinas? –Dijo rompiendo
el hilo de mis pensamientos.
-En mi humilde opinión –empecé,
y esta vez fui yo la que sonreí al ver un amago de sonrisa en su rostro-, es
clavado a ti.
Asintió y guardó el
dibujo de nuevo en su bolsillo. Se levantó y se dirigió hacia la salida. Se
paró en la puerta y giró la cabeza hacia mí.
-¿Vienes?
-¿Adónde? –Le pregunté
a su vez, desconcertada.
-A enseñarme tus otros
dibujos, ¿qué si no? –Respondió, como si fuese la cosa más obvia del mundo
enseñar tus dibujos personales a un completo desconocido- Vamos, que no tengo
todo el día –resopló.
Echó a andar y lo perdí
de vista. A decir verdad no era un completo desconocido, y se lo debía por
medio acosarle con dibujos. Suspiré, me encogí de hombros para mí misma, cogí
mis cosas y le seguí.
Y desde
aquel momento, fue como volver a nacer.