Se sentó sobre la
fría hierba de madrugada con las piernas cruzadas y una sonrisa de oreja a
oreja. Se pasó la mano por sus finos y despeinados cabellos y con la otra mano
invitó a su sombra a que le acompañase en aquella noche estrellada.
-Joder, mira ahí
arriba –señaló al cielo nocturno con una amplia sonrisa-. Qué de estrellas,
¡madre mía, en mi vida había visto tantas! ¿Las ves tú también?
Su sombra asintió,
pero no dijo nada. Le bastaba con mirarle a él, con ese brillo en la mirada,
que podía valer por mil estrellas. ¿Qué le importaba aquel espectáculo de la
naturaleza si podía verle brillar a él? A su íntimo e inseparable compañero,
que con su luz le hacía eclipsar. Pero qué le importaba a ella, si al final
siempre encontraba su lugar.
-Ojalá pudiese
tocarlas –susurró el chico mientras alargaba la mano hacia ellas, imaginando
que podía rozarlas con las puntas de los dedos-. Y cogerlas. Me quemaría pero,
¡jolín, son tan bonitas! Las quiero todas.
La miró sonriendo y se removió inquieto en su sitio. Notaba su corazón latir con tanta fuerza como si se le fuese a salir del pecho, y tenía tantas ganas de gritar, de volar… Se sentía tan eufórico.
-Es tan bonito, tan,
tan bonito, pero hay tanto que hacer… ¡Tantos sueños que cumplir! –Volvió la
vista hacia el cielo de nuevo-. Tantos proyectos… ¡Que ni estrellas hay en el
firmamento!
Su sombra soltó una risa.
Era un joven soñador, con tantas esperanzas, tanta inocencia, tantos sueños… Él
mismo era una estrella.
Y, de hecho, en ese
instante una nueva estrella empezó a brillar en el firmamento. El joven se
percató de esto y gritó de emoción.
-¡Pero qué estrella
tan bonita! Mírala que chiquitita, ¡pero cómo brilla! La quiero para mí. Ojalá
nunca se apague –y gritó- ¡Te prometo que nunca dejaré que te apagues!
Saltó y se acuclilló
al lado de su sombra para captar su atención, mientras con una mano señalaba la
estrella más bonita del cielo.
-¿La ves? ¿Ves
aquella estrella? La cuidaré. Te prometo que algún día la conseguiré y nunca
dejaré que se apague.
Su sombra le sonrió.
¡Pobre ingenuo! Se refería así mismo y no lo sabía. Pero se sintió feliz,
porque eso quería decir que su luz no se apagaría nunca. El chico se levantó y
se sacudió los pantalones. Agarró de la mano a su sombra, y con un último
vistazo al cielo nocturno echó a correr, dispuesto a comenzar su propósito.
Años después se
apresuraba por el carril, sin parar de mirar su reloj. Ni siquiera miraba al
cielo. Se había olvidado de hacerlo hace mucho tiempo. Se pasó la mano por los
cabellos, pero no pretendía despeinarlos como antaño, sino atusarlos con
rapidez. Al cabo de un rato los vislumbró más adelante. Ni un abrazo les dio.
¿Por qué iba a hacerlo? Había quedado con sus demonios, aquellos chupasangres
malignos que le acompañaban diariamente, y que habían convertido su sombra en
su mayor miedo y pesar.
-¿Nos vamos? –susurró
cabizbajo, con unas profundas y oscuras ojeras surcándole el rostro.
Ya no había alegría
en su voz. La había cambiado por una monótona desgana. El hastío había invadido
su vida y no pretendía abandonarle. Sus demonios asintieron y echaron a andar.
Ni si quiera miró al cielo estrellado. ¿Para qué, si se había apagado la luz de
su mirada? Y su estrella había muerto hace ya mucho.
Pero él no se
acordaba. Había olvidado su promesa.