domingo, 30 de marzo de 2014

¿Microcuento, tal vez?

Se sentó sobre la fría hierba de madrugada con las piernas cruzadas y una sonrisa de oreja a oreja. Se pasó la mano por sus finos y despeinados cabellos y con la otra mano invitó a su sombra a que le acompañase en aquella noche estrellada.
-Joder, mira ahí arriba –señaló al cielo nocturno con una amplia sonrisa-. Qué de estrellas, ¡madre mía, en mi vida había visto tantas! ¿Las ves tú también?
Su sombra asintió, pero no dijo nada. Le bastaba con mirarle a él, con ese brillo en la mirada, que podía valer por mil estrellas. ¿Qué le importaba aquel espectáculo de la naturaleza si podía verle brillar a él? A su íntimo e inseparable compañero, que con su luz le hacía eclipsar. Pero qué le importaba a ella, si al final siempre encontraba su lugar.
-Ojalá pudiese tocarlas –susurró el chico mientras alargaba la mano hacia ellas, imaginando que podía rozarlas con las puntas de los dedos-. Y cogerlas. Me quemaría pero, ¡jolín, son tan bonitas! Las quiero todas.
La miró sonriendo y se removió inquieto en su sitioNotaba su corazón latir con tanta fuerza como si se le fuese a salir del pecho, y tenía tantas ganas de gritar, de volar… Se sentía tan eufórico. 
-Es tan bonito, tan, tan bonito, pero hay tanto que hacer… ¡Tantos sueños que cumplir! –Volvió la vista hacia el cielo de nuevo-. Tantos proyectos… ¡Que ni estrellas hay en el firmamento!
Su sombra soltó una risa. Era un joven soñador, con tantas esperanzas, tanta inocencia, tantos sueños… Él mismo era una estrella.
Y, de hecho, en ese instante una nueva estrella empezó a brillar en el firmamento. El joven se percató de esto y gritó de emoción.
-¡Pero qué estrella tan bonita! Mírala que chiquitita, ¡pero cómo brilla! La quiero para mí. Ojalá nunca se apague –y gritó- ¡Te prometo que nunca dejaré que te apagues!
Saltó y se acuclilló al lado de su sombra para captar su atención, mientras con una mano señalaba la estrella más bonita del cielo.
-¿La ves? ¿Ves aquella estrella? La cuidaré. Te prometo que algún día la conseguiré y nunca dejaré que se apague.
Su sombra le sonrió. ¡Pobre ingenuo! Se refería así mismo y no lo sabía. Pero se sintió feliz, porque eso quería decir que su luz no se apagaría nunca. El chico se levantó y se sacudió los pantalones. Agarró de la mano a su sombra, y con un último vistazo al cielo nocturno echó a correr, dispuesto a comenzar su propósito.

Años después se apresuraba por el carril, sin parar de mirar su reloj. Ni siquiera miraba al cielo. Se había olvidado de hacerlo hace mucho tiempo. Se pasó la mano por los cabellos, pero no pretendía despeinarlos como antaño, sino atusarlos con rapidez. Al cabo de un rato los vislumbró más adelante. Ni un abrazo les dio. ¿Por qué iba a hacerlo? Había quedado con sus demonios, aquellos chupasangres malignos que le acompañaban diariamente, y que habían convertido su sombra en su mayor miedo y pesar.
-¿Nos vamos? –susurró cabizbajo, con unas profundas y oscuras ojeras surcándole el rostro.
Ya no había alegría en su voz. La había cambiado por una monótona desgana. El hastío había invadido su vida y no pretendía abandonarle. Sus demonios asintieron y echaron a andar. Ni si quiera miró al cielo estrellado. ¿Para qué, si se había apagado la luz de su mirada? Y su estrella había muerto hace ya mucho.

Pero él no se acordaba. Había olvidado su promesa.