lunes, 30 de septiembre de 2013

Jack Frost 2.

300 años después.

Levanto la vista del suelo y observo a mi alrededor. Hay un montón de gente en la calle, observando, sacando fotos, o simplemente jugando con la nieve. Con  nieve.
Estiro los brazos por encima de la cabeza y la capucha de la sudadera me resbala por el pelo. Estamos a mediados de Abril, y la gente está muy sorprendida de que nieve, incluso aunque estemos en París. Pascua está a la vuelta de la esquina. Reprimo una sonrisa. Bunny tiene que estar que echa humo. ¡Que le jodan! Ese conejo malhumorado y cascarrabias se lo tiene muy creído. Además, un poco de nieve nunca viene mal, ¿no?

Desvío la mirada hacia un gran reloj que cuelga en una oficina. Ya casi es la hora. Doy saltitos de emoción e intento centrarme en otra cosa. Ah, la Torre Eiffel, tan visitada como siempre. Sería divertido decirle a alguno de estos listillos que yo la vi en construcción. Pagaría cualquier cosa para ver la cara que pondrían.
La veo llegar cuando ya va por mitad de la calle. Me atuso el pelo con rapidez y me sacudo la sudadera con brío. No me hace falta mirarme a ningún espejo. Yo siempre estoy perfecto. Vuelvo a mirarla. Ha crecido mucho desde el año pasado. Se ha dejado el pelo crecer, y lo tiene más pelirrojo y ondulado aún. Con los ojos verdes brillantes, como si hubiese estado llorando, pero yo sé que no lo ha hecho. Sus ojos son así. Brillantes, grandes, como la luna. ¡Me recuerda tanto a ella! Tiene una sonrisa blanca y tímida, que me dan ganas de besar una y otra vez. Los labios finos, acabados en una perfecta curva, que dan la sensación de estar siempre sonriendo. La tez pálida y surcada de pecas. No es guapa. He visto chicas guapas, son las que salen en las revistas. No, ella es bonita. Una belleza delicada que solo un artista es capaz de apreciar. Con un cuerpo ligeramente sinuoso y algo bajita. Oh, si la pudierais escuchar reír. Suena como si cientos de cascabeles compusieran una canción simple y alegre, pero hermosa al fin y al cabo, solo para ella. Y si la escuchaseis hablar, con esos gestos tan graciosos que hace con la cara y las manos. ¡Y cómo se expresa, madre mía! Podría pasarme horas y horas escuchándola hablar, solo por el placer oírla. Oh, dios, ¡ya viene!
Se dirige hacia mí, y se sienta en el banco en el que momentos antes yo estaba sentado.
-Hola –saludo con una sonrisa-. Me llamo Jack Escarcha.
Pero como todo el mundo, ni me ve, ni me oye. Sacudo la cabeza. Le he dado muchas vueltas y no, no puedo rendirme a la primera. Tengo que insistir. Tiene que verme. Me agacho y recojo un poco de nieve del suelo, formando una pequeña bola de nieve. Alzo el brazo y la tiro contra el árbol que se encuentra a su lado. Se sobresalta y mira a todas partes, intentando encontrar al culpable. Pero nadie parece prestarle atención. Extrañada, sacude la cabeza y saca el móvil. Me atrevo a echar un vistazo por encima de su hombro. Ni mensajes ni llamadas nuevas. Me muerdo el labio inferior.
Ayer la vi por primera vez en un año. Es de Escocia, pero su familia es de París, por lo que vienen todos los veranos aquí de vacaciones. La primera vez que la vi debía tener unos ocho años. Incluso desde tan pequeña era bonita. Siempre me ha parecido una chica adorable, con su pelo rojizo agitándose al compás del viento. Recuerdo una vez, que mientras hablaba con una amiga suya, se quejó de que siempre que venía a París en verano, nevaba. Decía que venía buscando sol, no esto. Me sentó como si alguien me hubiese dado una patada en el estómago. Al año siguiente no aparecí. Y al otro estuve a punto de no hacerlo, pero tuve una corazonada, y pensé que no perdía nada por volver y echar un vistazo. Me alegré de hacerlo. En cuanto el primer copo de nieve aterrizó sobre su suave cabello, sonrió de par en par, y la escuché susurrar: <<Por fin has vuelto. Te echaba de menos>>, se lo decía a la nieve, claro está. Pero imaginar que pudiese susurrarme esas palabras al oído, fue como un regalo caído del cielo. Debía de haberse acostumbrado tanto a la nieve en París, que la echó de menos ese año. O tal vez notó mi ausencia. Sacudo la cabeza. No, ella no sabe que yo existo.
Y ahora ha venido por asuntos personales. Se lo escuché decir a sus padres el verano pasado, y vine aquí con la esperanza de que no hubiesen cambiado de planes. Tal y como me esperaba, la encontré en la pequeña buhardilla de la casa de sus abuelos en la que se aloja cada vez que viene. Pero no entré, la observé a través de la ventana, y escuché con atención a su conversación telefónica.
-Yo también te he echado de menos, André –decía con un casi perfecto acento francés-. Sí, sé que ha pasado mucho tiempo… No, claro que no te he olvidado, cielo.
Tragué saliva. Sabía quién era ese tal André, un capullo francés repipi. Vamos, su ex. Se han visto todas las veces que ella ha venido, pero nunca han llegado a establecer una relación seria. Más que nada, porque él no le hace apenas caso. En cuanto se aburre de ella es un adiós muy buenas, ya nos veremos otro día. Pero es que encima el cabrón está bueno. ¿Veis por qué le tengo tanto asco a ese capullo? Y ella no es que ayude demasiado volviendo a caer en su trampa, una y otra vez. Eso me revienta, porque ella es inteligente. Ella no tendría que sufrir por gente así.
-Por supuesto que quiero verte… -seguía diciendo-. ¿Mañana a las seis? Perfecto… Claro, sí, nos veremos donde siempre… Yo también te quiero, André… Otro beso para ti.
Colgó y empezó a dar saltitos de alegría por toda la habitación. Golpeé, furioso, el cristal de la ventana con un puño. ¡Ella tendría que estar rebosante de felicidad por mí, no por él! Se giró, sobresaltada, y se acercó a la ventana. Unas líneas de escarcha la recorrían como si de grietas se tratasen. Abrió la ventana y dejó pasar el frío viento que traía conmigo. Me coloqué de pie en el alfeizar, de cara a ella, a escasos centímetros de su rostro. Notaba su aliento golpeando en mis mejillas.
-¿Por qué no me ves? –Susurré con abatimiento-. Necesito que me veas… Quiero existir para ti.
Pero no dio muestras de haberme oído. Cerré los puños con fuerza e ira, y de una patada en la pared me impulsé y me marché volando. ¿No quería verme? Bien, yo haría que quisiese hacerlo. Y empezaría yendo a su cita con el payaso de André.

Ahora mismo esa idea me parece una estupidez. ¿En qué estaba pensando? En ella, claro. Y en mí. En ambos, juntos. Maldita sea, soy un jodido egoísta. No tendría que estar aquí. No tendría que fastidiarle a ella sus planes, su vida. Yo no formo parte de ella.
Sacudo la cabeza y me doy la vuelta. Aún estoy a tiempo de marcharme, antes de hacer ninguna estupidez. Hasta que me topo frente a frente con un querido amigo. Jodido André.
-¡Hey, Adaira! –La saluda con una enorme sonrisa.
Pasa a través de mí –será maleducado el jodido franchute- y corre hacia ella. Adaira salta en sus brazos y dan vueltas a la vez que se abrazan. Siento un nudo en el estómago y me obligo a apartar la vista de ellos. Yo tendría que ser quien la abrazase así, no él. La deposita con suavidad en el suelo y la besa. ¡No aguanto más! Me agacho y recojo un puñado de nieve. Alzo el brazo, dispuesto a lanzárselo, pero una conocida voz me detiene.
-¡Eh, tú, golfillo! ¿Qué se supone que estás haciendo?
Aprieto los dientes y bajo el brazo. Respiro hondo y me giro en redondo.
-¡Bunny! –Saludo con una enorme e inocente, pero falsa sonrisa-. Qué sorpresa, ¿qué te trae por aquí?
Se sorprende por un momento, pero se recompone con rapidez y me apunta con un dedo acusador.
-¡Tú!
Me apoyo en mi bastón con expresión despreocupada y una sonrisa de pillo en la cara.
-Claro que soy yo. ¿Otra vez has comido esas zanahorias que hacen los hippies? Deberías saber que llevan…
-¡Tú! –Repite con una mueca de ira-. ¡¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?!
Alzo las cejas y finjo sorpresa.
-Pues estar. ¿Acaso tengo vedada la entrada a París? Ni que fuese el Polo Norte.
Aprieta los puños una y otra vez. Si esto fuese una película le saldría humo de la nariz y las orejas. Contengo una risita. Está muy cabreado como para hacerlo enfadar más. Respira hondo para tranquilizase y murmura unas palabras para sí que no alcanzo a oír.
-¿Sabes qué día es hoy? –Pregunta con lentitud, arrastrando las palabras.
Escucho a los dos tortolitos besarse detrás de mí, pero no les presto atención e intento centrarme en nuestra conversación.
-¿Lunes? Debe ser lunes, porque es un día de mierda y da la casualidad de que todos los lunes lo son. Aunque, -añado para mí- en realidad, todos los días lo son.
-No me interesa tu opinión sobre los días de la semana, crío ignorante –espeta enfurecido-. Dentro de una semana es Pascua y tú estás pululando por aquí, vete tú a saber por qué, congelando las tuberías y dejando nieve a tu paso.
Me balanceo contra el bastón y me observo las uñas de las manos con aspecto aburrido.
-Sí, es lo que hago yo –contesto con indiferencia- ¿Acaso has olvidado qué es lo que haces tú, canguro?
Abre mucho los ojos y puedo ver perfectamente como se le hinchan las aletas de la nariz.


-¡¿Canguro?! –Grita indignado-. ¡Soy un conejo! Un maldito conejo, ¡entérate de una vez, crío insolente!
Se abalanza sobre mí, pero yo soy más rápido y lo esquivo con una risa.
-Fíjate, yo creía que los conejos eran más rápidos –juego a picarle.
Rechina los dientes con fuerza y se prepara para saltar de nuevo sobre mí, pero le detengo alzando la vara y colocando la punta sobre su cuello.
-No tan rápido –le advierto-. ¿Qué es lo que quieres?
-¿Que qué es lo que quiero? –Estalla-. ¡Que te marches de aquí, eso es lo que quiero!
En ese momento Adaira, que había estado haciendo manitas con André, suelta un estridente chillido y me vuelvo hacia ella con rapidez, olvidando a Bunny y nuestra estúpida discusión.
-¡Ay, André! –Dice entre risas-. Me has hecho daño.
André le sonríe con picardía y vuelve a morderle en la mejilla. Aprieto los puños con fuerza alrededor del bastón. <<Sigue así, André, y te daré una paliza>>, pienso. Bunny interrumpe mis pensamientos.
-Eh, tú, camorrista, te he dicho que te marches.
Suspiro con exasperación y me vuelvo hacia él.
-Lo siento -respondo, arrastrando las palabras-, pero eso no va a ser posible en este momento.
-¿Que no va a ser…? –Empieza, pero entonces se percata de la presencia de Adaira y André y un brillo aparece en sus ojos-. Ah, así que es ella…
Me enderezo con rapidez y le observo con suspicacia.
-¿De qué me estás hablando?
Alza la barbilla y señala a Adaira.
-Esa chica –responde simplemente-. Corre el rumor por ahí de que estás coladito por una, chaval. Y fíjate por donde… es ella.
Entrecierro los ojos y le observo con irritación.
-No sé de qué me estás hablando. Yo solo estoy enamorado de mí mismo.
-Ah, ¿sí? –Sonríe mostrando todos sus dientes-. Pues parece que alguien ha ocupado tu propio puesto, señorito súper-ego.
No respondo, si no que me limito a observarle mirándole a los ojos, fulminándole con la mirada. Se da cuenta de que no voy a contestar y cambia de táctica.
-Mira, Jack. No soy tu enemigo ni nada de eso, de hecho, creía que éramos amigos –Se detiene y suspira, parece que lo dice en serio-. Y por eso te voy a dar un consejo.
Le dedico una mueca de desdén como toda respuesta, pero él no se da por vencido.
-Nosotros nacimos para amar, sí, pero sólo lo que nos corresponde. Y ellos nacieron para amar lo que les llega de nosotros. Pero eres un guardián, y los guardianes no podemos ser amados –bajo la mirada, no quiero que siga hablando-. Por eso, cuando tienen la madurez suficiente, dejan de vernos. Porque una persona con una mentalidad razonable y madura no puede creer en gente como nosotros. Por eso, simplemente, no pueden amarnos.
Cierro los ojos. No le creo. Me niego a creer que ella nunca vaya a amarme. Que nunca vaya a imaginar mi sola existencia. Me niego. ¡Me niego!
Bunny se ha ido acercando a mí, y ahora coloca una mano –mejor dicho una pata- en mi hombro para confortarme.
-Márchate, chico –susurra y alzo la vista hacia él-. Ella ya tiene a alguien. Eso solo te hará sufrir más a ti. Hazlo, no por mí, sino por tu bien. El amor puede llegar a enloquecernos más que cualquier enfermedad. Hazme caso, y márchate.


Le sostengo la mirada en silencio durante unos minutos, intentando asimilar sus palabras. No gano nada quedándome, eso es cierto. Pero, ¿acaso gano más marchándome? Dios mío, estoy hecho un lío. Finalmente, dejo caer los hombros, en señal de rendición.
-Está bien, Bunny –murmuro con tristeza-. Me marcharé. Disculpa las molestias.
Parece sorprendido –seguramente pensaba que le iba  a mandar al cuerno- pero asiente y me aprieta el hombro en señal de consuelo. Se aleja unos pasos de mí y patalea el suelo, donde se abre un profundo agujero en el cemento. Antes de saltar me mira por última vez.
-Ánimo, chaval –me dice con una sonrisa-. Lo superarás. No por algo eres el guardián de la alegría.
Le dedico una media sonrisa que espero que resulte convincente, y salta por el agujero. Ambos desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.
Resoplo con lentitud y me vuelvo hacia la parejita. Con tanta cháchara, no me había dado cuenta de que están discutiendo en voz baja.
-Ay, André, que te he dicho que no –le dice ella mientras le agarra la mano que él intenta meter bajo su falda.
-¿Pero por qué? –Pregunta él, con picardía-. Si no se va a dar cuenta nadie, venga…
-Que te he dicho que no. ¡Ay!
Él la empuja y se pone en pie, furioso.
-¡¿Entonces, para esto me traes aquí, puta calienta…?!
-¡André! –Le grita ella antes de que termine la frase.
Ah, no, ¡esto sí que no! Puedo tolerar que la bese –bueno, no- pero lo que no pienso dejar pasar es que la fuerce a hacer algo que ella no quiere, ¡y mucho menos hablarle de esa forma! Formo una dura y helada bola de nieve en mi mano y la lanzo con todas mis fuerzas sobre su cabeza. Suerte que tengo buena puntería.



 Se vuelve hacia todas partes, desconcertado, pero no ve a nadie que haya podido atacarle. La mira, furioso.
-Zorra –escupe con rabia.
Y echa a andar con rapidez, esquivando a la gente o golpeándoles para apartarles de su camino.
-¡André! –Le llama, pero no puede oírla.
Emite un pequeño sollozo y varias lágrimas ruedan por sus mejillas. Me acerco con rapidez a ella e intento limpiárselas de la cara. Pero es inútil. No puedo tocarla.
-No llores –pido-. Por favor, no llores.
Se deja caer sobre el banco y se cubre la cara con las manos, sollozando.
Inspiro con ira. ¡Maldita sea! No puedo marcharme ahora, no puedo dejarla así. Me siento a su lado y trato de acariciarle el pelo.
-Si pudieses escucharme –susurro-. Yo nunca te haría eso. Yo nunca te haría daño. Solo quiero hacerte feliz… solo quiero estar contigo.
Sin darme cuenta, ha empezado a nevar. Sin que yo lo quiera. La nieve cae como las lágrimas por su cara. Como las mías propias. Abro mucho los ojos, sorprendido y asustado. Hace mucho tiempo que no lloraba. De hecho, ni si quiera recuerdo haber llorado nunca en esta vida. Alzo la vista al cielo. Ya ha oscurecido, y la luna asoma tímida por entre las nubes. Me irgo y la señalo con furia.
-¿Por qué me haces esto? –grito-. ¿Por qué me convertiste en esto? ¿Acaso no merecía una vida? –Las lágrimas se cuelan entre mis labios, pero no me importa. Ya no sé si lloro de rabia, o impotencia. Tal vez ambas cosas-. ¡¿Acaso no merecía ser amado, no he pasado ya suficiente?!
Pateo el suelo con furia. No es justo, no es justo. Agarro el bastón y lo alzo en alto.
-¿Ves esto, Luna? ¡Ya no lo quiero! –Grito-. ¡Ya no quiero nada de esto! Renunciaría a todo lo que soy por ser normal. ¡Por ella!
Intento partirlo por la mitad, pero está muy duro. Sin embargo no me rindo y tiro con todas mis fuerzas. Entonces un destello me ciega por unos segundos y caigo de bruces al suelo. Respiro con dificultad. Es como si alguien me hubiese pateado las costillas. Me acurruco en el suelo, y dejo que las lágrimas salgan a sus anchas. Ya no me importa. Ya no me importa nada.
Permanezco así lo que me parecen horas, sin percatarme de lo que sucede alrededor. Pero entonces, escucho mi nombre.
-¿Jack? –Suena tímido y dulce, como si fuese algo difícil de pronunciar, o algo que no debería estar ahí.
Alzo la cabeza y la observo entre mis cabellos plateados alborotados. Es ella. Me está mirando. Dios, dios. Me está mirando.
-Jack, ¿estás bien? –repite con preocupación.
Alarga una mano hacia mí y la imito, temblando de arriba abajo. Y la toco. ¡Puedo tocarla! Nunca me habría imaginado su tacto así, tan suave, frío. Como la nieve. Me incorporo con lentitud y la miro.
-Jack –Pronuncia de nuevo.
Y en su rostro puedo ver, ¿una sonrisa, tal vez?
    <<Jack.>>

domingo, 1 de septiembre de 2013

Jack Frost 1.

Oscuridad. Eso es lo primero que recuerdo. Estaba oscuro, hacía frío, y tenía miedo. Abrí los ojos, sensibles a la luz, y di una profunda bocanada de aire, llenando mis pulmones, desatando el nudo opresivo que sentía en mi pecho. Había una luz, brillante y enorme. Pensé que había llegado mi final, que aquello era lo que la gente decía que veía después de la muerte. Pero entonces… entonces vi la luna. ¡Era enorme y brillaba un montón! Parecía que ahuyentaba a la oscuridad. Y cuando la oscuridad se fue, dejé de tener miedo.
   Me sentía flotar, flotar en aquel inmenso lugar, que estaba lleno de árboles y de nieve, había nieve por todas partes. Pero ya no sentía frío. Ni miedo. Bajé la vista hacia el suelo, pero se encontraba a varios metros por debajo de mí. No me equivocaba, ¡estaba flotando de verdad! Y empecé a descender, con cuidado, como si una gran mano invisible me hubiese colocado con delicadeza sobre el suelo, con cuidado de no romperme. Cuanto toqué el frío hielo que cubría la laguna, me di cuenta de que no tenía zapatos. ¡Iba descalzo y no tenía frío! Notaba el hielo bajo las plantas de mis pies, firme pero a la vez frágil, capaz de romperse de un momento a otro. ¡Y ni ahí tuve miedo!
   Alcé las manos y las observé como si fuese la primera vez, palpándome la cara, extrañado. Y abrí mucho los ojos. Yo mismo estaba frío. No, frío no, ¡helado! Y, ni aún así, conseguía sentir el frío de mi exterior, ni que me afectara el de mi propio cuerpo.
   Qué hacía yo ahí y cuál era mi misión, es algo que nunca he sabido. Y a veces me pregunto si algún día lo sabré. Pero alcé la vista a la luna, y todas mis dudas desaparecieron por unos gloriosos instantes. Oh, si la hubieseis visto aquella noche, estaba hermosa. Era enorme, y brillaba, y parecía que sonreía. ¡Parecía hablarme a mí!


  Intenté caminar, con cuidado, sabía que el hielo no era de fiar y que podría romperse y, en ese caso, acabar con todo aquello para siempre. Pero no sucedió nada. En su lugar, casi me resbalé cuando tropecé con un palo alargado. Lo miré con recelo. No, no era un palo. Era un bastón. Lo agarré con cuidado, y en cuanto mis manos tocaron la delicada y tallada madera, una blanca y brillante escarcha como la luna lo cubrió por completo. ¡Qué susto me pegué! Lo dejé caer contra el hielo, pero al golpear contra él sucedió una cosa muy extraña. 


El hielo se llenó de escarcha. De fría, delicada y hermosa escarcha, que daba vueltas y formaba dibujos hermosos sobre el suelo. Observé el bastón, maravillado, y corrí hacia unos árboles. Quería ver si funcionaba de verdad. ¡Y funcionó! Nada más rozar la punta de aquel bastón contra la corteza del árbol, una escarcha floral lo rodeó. Lo imité con el siguiente. ¡Funcionaban, había escarcha!


   Solté una exclamación de asombro y di saltitos de emoción en el sitio. Y riendo, patiné por el suelo, con facilidad, deslizándome por el hielo a la vez que arrastraba el bastón por él. La escarcha aparecía a montones, uniéndose entre ellas, formando hermosas volutas que decoraban la superficie de aquella vieja y helada laguna. Corría, riendo, saltando, repleto de felicidad y emoción, formando espirales de escarcha a mi paso. ¡Oh, era tan hermoso, tan hermoso! La escarcha era blanca, impoluta, y brillaba muchísimo, de un tono mágico. Sí, era tan mágico.


   Entonces una corriente de viento me hizo ascender, y floté, como había hecho antes. La sensación era tan maravillosa, tan mágica, que no podía creer que hubiese existido un momento de mi vida en el que me encontrara tan feliz. Podía contemplar mi obra desde ahí arriba, y era más hermosa y maravillosa aún. Aún me faltan palabras para describir aquello. No podía parar de reírme, ¡estaba eufórico! Y, súbitamente, tal y como había llegado, acabó.
   Empecé a caer en picado, golpeándome con las ramas desnudas de los enormes árboles, rompiéndolas, haciéndome daño. Sí, podía sentir dolor. Pero caí sobre una gruesa rama, situada a varios metros del suelo. Me agarré a ella con fuerza, pero no volví a caer. ¡Incluso después de aquello no podía parar de reírme! Miré a mi alrededor, y las luces de un pueblo me llamaron la atención. No estaba muy lejos, podía ver los tejados de las casas desde allí. Con cuidado, me puse en mi pie, y medité la idea. Volví la cabeza hacia el suelo, hacia la laguna. La escarcha seguía allí, no parecía querer irse, ni volverse hielo. Permanecía intacta, tal y como había llegado. ¡Debía mostrárselo a los demás! Era tan maravilloso, que la gente no podía perderse aquello, debían verlo. Así que sin pensármelo más, salté de aquel árbol y floté de nuevo, torpemente, sobre la corriente de aire. Y volé.
   Aterricé forzosamente sobre el suelo de la aldea –me caí varias veces, para qué ocultarlo- con la capa sobre mi cabeza, dando una imagen bastante absurda y cómica. Me erguí con rapidez y orgullo, esperando que nadie se hubiese percatado de ello. Gracias al cielo, nadie lo hizo. Estaban todos ocupados en sus cosas. Era ya de noche, y varias hogueras dispersas por la aldea iluminaban las viejas casas de madera tenuemente. Pero a mí no me hacían falta, podía ver perfectamente en la oscuridad. Todos vestían con ropas sencillas, de la época, abrigados frente al invierno. Varios niños correteaban entre las hogueras, pero no tenían miedo de ellas. Me reí, contagiado por su entusiasmo, y recordando lo que había venido a hacer.
   -¡Hola! –saludé con alegría a una mujer que pasó por delante de mí.
   Pero ella no pareció oírme. Sacudí la cabeza y fui a saludar a otra persona, pero esta también me ignoró. Lo intenté con unos cuantos más, pero uno pasó de largo por mi lado y los otros siguieron con su aburrida conversación como si no existiera. En ese momento un niño se acercó corriendo hacia mí, persiguiendo a un pequeño perro. Me agaché y le dediqué una sonrisa amable.
   -¡Ah, perdona! –dije mientras alzaba una mano para detenerle-. ¿Puedes decirme dónde estoy?
   Pero el chico no se paró.
   No tuve tiempo para reaccionar, pero tampoco me hizo falta. El niño me atravesó como si nada. Me levanté con rapidez, asustado, y me llevé la mano al pecho, respirando agitadamente. Volví la vista hacia el chico, que seguía corriendo tras el perro, como si nada hubiese pasado. Miré a mi alrededor, con los ojos como platos, y empecé a retroceder, mudo de terror. En mi camino me tropecé –o mejor dicho atravesé- con tres personas más. No podía creerlo, aquello no podía estar pasando. Tragué saliva.
   -¿Hola? –grité, con la esperanza de que alguien me oyera-. ¡¿Hola?!


   Pero nadie lo hizo. Nadie volvió la cabeza hacia mí, nadie dio muestras de haberme visto, escuchado o incluso percatado de mi presencia. Yo no existía para ellos. <<Pero yo sí existo, ¿no?>>, pensé con inquietud. Me llevé de nuevo la mano al pecho. Sí, yo estaba allí. Pero aquella gente no parecía verme.
   Me di la vuelta, contrariado, sin parar de mirar hacia atrás, y salí de aquella aldea, para no volver jamás.
   Me llamo Jack Escarcha. ¿Que cómo lo sé? Me lo dijo la luna. Pero eso fue lo único que me dijo. Y eso fue hace mucho, mucho tiempo.