domingo, 1 de septiembre de 2013

Jack Frost 1.

Oscuridad. Eso es lo primero que recuerdo. Estaba oscuro, hacía frío, y tenía miedo. Abrí los ojos, sensibles a la luz, y di una profunda bocanada de aire, llenando mis pulmones, desatando el nudo opresivo que sentía en mi pecho. Había una luz, brillante y enorme. Pensé que había llegado mi final, que aquello era lo que la gente decía que veía después de la muerte. Pero entonces… entonces vi la luna. ¡Era enorme y brillaba un montón! Parecía que ahuyentaba a la oscuridad. Y cuando la oscuridad se fue, dejé de tener miedo.
   Me sentía flotar, flotar en aquel inmenso lugar, que estaba lleno de árboles y de nieve, había nieve por todas partes. Pero ya no sentía frío. Ni miedo. Bajé la vista hacia el suelo, pero se encontraba a varios metros por debajo de mí. No me equivocaba, ¡estaba flotando de verdad! Y empecé a descender, con cuidado, como si una gran mano invisible me hubiese colocado con delicadeza sobre el suelo, con cuidado de no romperme. Cuanto toqué el frío hielo que cubría la laguna, me di cuenta de que no tenía zapatos. ¡Iba descalzo y no tenía frío! Notaba el hielo bajo las plantas de mis pies, firme pero a la vez frágil, capaz de romperse de un momento a otro. ¡Y ni ahí tuve miedo!
   Alcé las manos y las observé como si fuese la primera vez, palpándome la cara, extrañado. Y abrí mucho los ojos. Yo mismo estaba frío. No, frío no, ¡helado! Y, ni aún así, conseguía sentir el frío de mi exterior, ni que me afectara el de mi propio cuerpo.
   Qué hacía yo ahí y cuál era mi misión, es algo que nunca he sabido. Y a veces me pregunto si algún día lo sabré. Pero alcé la vista a la luna, y todas mis dudas desaparecieron por unos gloriosos instantes. Oh, si la hubieseis visto aquella noche, estaba hermosa. Era enorme, y brillaba, y parecía que sonreía. ¡Parecía hablarme a mí!


  Intenté caminar, con cuidado, sabía que el hielo no era de fiar y que podría romperse y, en ese caso, acabar con todo aquello para siempre. Pero no sucedió nada. En su lugar, casi me resbalé cuando tropecé con un palo alargado. Lo miré con recelo. No, no era un palo. Era un bastón. Lo agarré con cuidado, y en cuanto mis manos tocaron la delicada y tallada madera, una blanca y brillante escarcha como la luna lo cubrió por completo. ¡Qué susto me pegué! Lo dejé caer contra el hielo, pero al golpear contra él sucedió una cosa muy extraña. 


El hielo se llenó de escarcha. De fría, delicada y hermosa escarcha, que daba vueltas y formaba dibujos hermosos sobre el suelo. Observé el bastón, maravillado, y corrí hacia unos árboles. Quería ver si funcionaba de verdad. ¡Y funcionó! Nada más rozar la punta de aquel bastón contra la corteza del árbol, una escarcha floral lo rodeó. Lo imité con el siguiente. ¡Funcionaban, había escarcha!


   Solté una exclamación de asombro y di saltitos de emoción en el sitio. Y riendo, patiné por el suelo, con facilidad, deslizándome por el hielo a la vez que arrastraba el bastón por él. La escarcha aparecía a montones, uniéndose entre ellas, formando hermosas volutas que decoraban la superficie de aquella vieja y helada laguna. Corría, riendo, saltando, repleto de felicidad y emoción, formando espirales de escarcha a mi paso. ¡Oh, era tan hermoso, tan hermoso! La escarcha era blanca, impoluta, y brillaba muchísimo, de un tono mágico. Sí, era tan mágico.


   Entonces una corriente de viento me hizo ascender, y floté, como había hecho antes. La sensación era tan maravillosa, tan mágica, que no podía creer que hubiese existido un momento de mi vida en el que me encontrara tan feliz. Podía contemplar mi obra desde ahí arriba, y era más hermosa y maravillosa aún. Aún me faltan palabras para describir aquello. No podía parar de reírme, ¡estaba eufórico! Y, súbitamente, tal y como había llegado, acabó.
   Empecé a caer en picado, golpeándome con las ramas desnudas de los enormes árboles, rompiéndolas, haciéndome daño. Sí, podía sentir dolor. Pero caí sobre una gruesa rama, situada a varios metros del suelo. Me agarré a ella con fuerza, pero no volví a caer. ¡Incluso después de aquello no podía parar de reírme! Miré a mi alrededor, y las luces de un pueblo me llamaron la atención. No estaba muy lejos, podía ver los tejados de las casas desde allí. Con cuidado, me puse en mi pie, y medité la idea. Volví la cabeza hacia el suelo, hacia la laguna. La escarcha seguía allí, no parecía querer irse, ni volverse hielo. Permanecía intacta, tal y como había llegado. ¡Debía mostrárselo a los demás! Era tan maravilloso, que la gente no podía perderse aquello, debían verlo. Así que sin pensármelo más, salté de aquel árbol y floté de nuevo, torpemente, sobre la corriente de aire. Y volé.
   Aterricé forzosamente sobre el suelo de la aldea –me caí varias veces, para qué ocultarlo- con la capa sobre mi cabeza, dando una imagen bastante absurda y cómica. Me erguí con rapidez y orgullo, esperando que nadie se hubiese percatado de ello. Gracias al cielo, nadie lo hizo. Estaban todos ocupados en sus cosas. Era ya de noche, y varias hogueras dispersas por la aldea iluminaban las viejas casas de madera tenuemente. Pero a mí no me hacían falta, podía ver perfectamente en la oscuridad. Todos vestían con ropas sencillas, de la época, abrigados frente al invierno. Varios niños correteaban entre las hogueras, pero no tenían miedo de ellas. Me reí, contagiado por su entusiasmo, y recordando lo que había venido a hacer.
   -¡Hola! –saludé con alegría a una mujer que pasó por delante de mí.
   Pero ella no pareció oírme. Sacudí la cabeza y fui a saludar a otra persona, pero esta también me ignoró. Lo intenté con unos cuantos más, pero uno pasó de largo por mi lado y los otros siguieron con su aburrida conversación como si no existiera. En ese momento un niño se acercó corriendo hacia mí, persiguiendo a un pequeño perro. Me agaché y le dediqué una sonrisa amable.
   -¡Ah, perdona! –dije mientras alzaba una mano para detenerle-. ¿Puedes decirme dónde estoy?
   Pero el chico no se paró.
   No tuve tiempo para reaccionar, pero tampoco me hizo falta. El niño me atravesó como si nada. Me levanté con rapidez, asustado, y me llevé la mano al pecho, respirando agitadamente. Volví la vista hacia el chico, que seguía corriendo tras el perro, como si nada hubiese pasado. Miré a mi alrededor, con los ojos como platos, y empecé a retroceder, mudo de terror. En mi camino me tropecé –o mejor dicho atravesé- con tres personas más. No podía creerlo, aquello no podía estar pasando. Tragué saliva.
   -¿Hola? –grité, con la esperanza de que alguien me oyera-. ¡¿Hola?!


   Pero nadie lo hizo. Nadie volvió la cabeza hacia mí, nadie dio muestras de haberme visto, escuchado o incluso percatado de mi presencia. Yo no existía para ellos. <<Pero yo sí existo, ¿no?>>, pensé con inquietud. Me llevé de nuevo la mano al pecho. Sí, yo estaba allí. Pero aquella gente no parecía verme.
   Me di la vuelta, contrariado, sin parar de mirar hacia atrás, y salí de aquella aldea, para no volver jamás.
   Me llamo Jack Escarcha. ¿Que cómo lo sé? Me lo dijo la luna. Pero eso fue lo único que me dijo. Y eso fue hace mucho, mucho tiempo.

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