Aparta las hojas del suelto con un puntapié y se sienta con las piernas cruzadas. Hace una mueca. Se manchará el pantalón de barro. Respira hondo varias veces el aire purificador del bosque, intentando aclarar sus ideas. Aunque es un poco difícil, por culpa del ensordecedor sonido de la catarata al romper sobre la pequeña laguna que se encuentra delante suya. Siempre anhelaba estar allí, pero en aquel momento desearía estar en cualquier lugar que no fuese aquel pequeño paraíso oculto. Por suerte no es conocido, y la mano del hombre no ha llegado hasta él. Todavía.
Escucha el crujir de las hojas al romperse tras de sí. Alguien se acerca. El individuo se sienta a su lado, abrazándose las piernas, y desprendiendo un leve halo de inseguridad que no logra ocultar del todo. Pese a todo, permanece tranquilo. Ella mantiene la vista fija en el agua. No le hace falta mirarle: sabe de sobra de quién se trata.
-Has venido -dice, con una voz rara para un chico, dulce y delicada.
Ella se encoje de hombros.
-Es el día.
Él pasea la vista lentamente por el lugar.
-No ha cambiado nada. Nunca cambia nada aquí -comenta.
Tampoco la ha mirado a ella desde que ha llegado.
-Venimos todos los años, Chris. Aún no ha cambiado nada, pero ten por seguro que lo hará -y añade en voz baja-. Todo lo hace.
Chris suspira y se pasa una mano por el cuello, masajeándolo, intentando parecer despreocupado. No lo consigue.
-Pero hoy aquí no parece haber cambiado nada, peque.
Se estremece al escuchar cómo le ha llamado. Hacía mucho tiempo que nadie la llamaba así, y de esa forma. Sin embargo, vuelve a encogerse de hombros y cambia de tema.
-Aún no me has contado por qué te marchaste.
-Lo sé -responde solamente.
Ella resopla y se muerde el labio inferior, frustrada. Parece ser que él tiene las mismas ganas de hablar que ella. Es decir, muy pocas.
-Lo prometiste -le recrimina, intentando que no le tiemble la voz.
Chris traga saliva, pero no dice nada. No, ya nunca dice nada.
-Hoy es el día -continúa ella-. Siempre estabas aquí, siempre el primero. Siempre el mismo día.
-Las cosas cambian, pequeña.
Entonces ella le mira, y se topa con sus profundos y oscuros ojos observándola. Parecen tristes. O tal vez esté finjiendo. Nunca lo sabe.
-Eres un cabrón -le escupe, dolida.
Y aparta la mirada al tiempo que una lágrima se desliza por su mejilla.
-Lo prometiste -vuelve a repetir, y esta vez no puede evitar que se le rompa la voz.
Se echa a llorar, a la vez que se reprocha a sí misma el ser tan estúpida y dejar que sus sentimientos tomen las riendas. No debería llorar. No delante de él. Pero no puede evitarlo. Es como si el peso de todos los problemas y malos tragos que llevaba cargando consigo le asfixiara y amenazara con oprimirle el pecho si no lo hace.
Chris alarga una mano para acariciarle el pelo, pero ella se aparta con rapidez y se abraza el cuerpo con los brazos. Tiembla. De repente hace mucho frío. O tal vez sea que en su interior ha estallado la tormenta.
Él no se da por vencido y se acerca a ella, esquivando sus manos que intentan apartarle a manotazos, y haciendo caso omiso de los insultos que ella le grita. Por fin, consigue abrazarla, y aunque ella se debate con fiereza al principio, acaba dejándose hacer y entierra la cara en su hombro. Y llora con más fuerza aún, desahogándose.
Al cabo de un rato pierde la cuenta de cuánto lleva así, y se dice a sí misma que debe parar de llorar, que aquello no está bien. Que es un error. Entonces vuelve a intentar zafarse se él, y sorprendentemente él la deja ir.
Vuelve la cabeza a otro lado, se aparta de él varios centímetros y se seca las lágrimas con las mangas de la camiseta.
-Gilipollas, gilipollas, gilipollas -susurra para sí.
Y permanecen en silencio, y ninguno de los dos vuelve a hablar. Ella más tranquila, y él más seguro de sí mismo. Parecen haber hecho las paces consigo mismos. Cualquiera que los viera no podría evitar sorprenderse con aquella pareja tan peculiar, y preguntarse qué pasaría por sus cabezas. Porque ahora un torbellino de sensaciones y pensamientos sacude la de ella, mientras que en la de él reina la calma. Y aquello era así desde que ella puso un pie en aquel lugar. Así que se quedan callados, sin tener nada que decir, sabiendo que sobran las palabras, y lo que haya que contar, este no es el momento ni el lugar adecuado. No, mejor será permanecer así.
Y poco a poco el claro va oscureciendo, y el sol se va poniendo. Cuando, finalmente, los débiles y últimos rayos del sol bañan su cara y el lugar, ella susurra:
-Te quiero, Chris.
Casi puede notar cómo él sonríe a su lado.
-Deberías dejar de imaginarte cosas de estas, pequeña -responde con burla-. O acabarán tomándote por loca.
Ella sonríe a su vez y vuelve la vista hacia él.
Pero allí no hay nadie.
Acaricia con suavidad el lugar donde momentos antes había visto a su amigo.
-Lo sé -susurra.
Lo prometió, pero no, esta vez no ha aparecido.
Con una sonrisa amarga se mete la mano en el bolsillo y saca un paquete de tabaco y un mechero. Se observa la camiseta empapada y arrugada por las lágrimas e intenta alisarla. Suspira. Enciende un cigarrillo y se lo mete en la boca. Deja que el humo escape con suavidad por sus labios entreabiertos, de la misma forma que él tanto odiaba. Siempre se había enfadado con ella por el hecho de fumar. Le había prometido que no lo haría más.
Y no era la primera promesa que rompía. También se había prometido a sí misma que no volvería a pensar en él.
Le da una profunda calada al cigarro y deja que el humo le llene los pulmones.
Al final, la mano del hombre ha llegado a ese pequeño lugar, aunque no de forma repentina.
Al final, todo cambia.
Y, por lo que puede ver, ella no es la única que rompe sus promesas.
La tormenta estalla de nuevo en su interior. Truenos.
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