martes, 5 de agosto de 2014

Estamos jodidos, tío.

Cab se dirigió hacia el salón, una habitación enana y polvorienta en la que apenas había hueco para dos pequeños sofás, una mesa de cristal ennegrecida por la suciedad y la mugre; y una televisión de plasma que estaba seguro que alguien había robado de unos grandes almacenes. Aquello era tan pequeño como el resto de la casa. Un triste apartamento con una habitación, una pequeña cocina en la que no cabían mas de cuatro personas, un cuarto de baño y el salón. Habría estado bien, si fuese universitario y estuviese solo. Habría estado bien, si pudiese abrir la puñetera ventana de vez en cuando para airear la casa. Y por supuesto, habría estado muchísimo mejor si no tuviese que convivir con el desecho humano que yacía despatarrado en el sofá. O como él se hacía llamar: Loke.
La sala se encontraba en penumbra, apenas iluminada por los débiles rayos del sol que intentaban colarse entre las rendijas de la persiana. A pesar de aquella oscuridad, consiguió llegar hasta el sofá esquivando los papeles y botes que estaban esparcidos por el suelo. No quería pisar la porquería para luego tener la suela de los zapatos pegajosa y ruidosa al andar. Le propinó una patada con fuerza al sofá, donde descansaba el joven un poco mayor que él, de unos veinte y pocos años, que despertó con un sobresalto.
-¿Se puede saber qué coño es esto, Loke? –Le espetó Cab, mostrándole una lata de comida vacía.
Loke abrió los ojos con pesadez y parpadeó varias veces, intentando que la vista se le acostumbrara a la oscuridad. No podía verle la cara a su compañero, pero estaba seguro de que estaba muy cabreado.
-¿Pero qué te pasa hoy? ¿Has tenido una pesadilla y estás de mal humor? –Se restregó la cara con las manos y miró el reloj digital que tenía en la muñeca. Las seis de la tarde.
Cab agitó la lata en el aire y apretó los dientes como toda respuesta. Era la segunda vez en el día que tenía un ataque de histeria. Loke suspiró, dándose por vencido, y fijó la vista en el objeto que le tendía su compañero.
-¿El qué, tío? Joder, no veo una mierda –Se acomodó para sentarse y se pasó una mano por los cabellos grasientos para apartarlos de su rostro.
Cab apretó la mandíbula con irritación, pero se controló por no alzar la voz. No era ni el mejor momento ni el mejor sitio para ponerse a pegar voces. En su lugar, arrojó el objeto a Loke, que aún seguía adormilado para tener los reflejos a punto, y este le golpeó en la cabeza.
-No pienso abrir ninguna ventana hasta que me expliques qué es eso –respondió Cab.
Loke emitió un sonido chirriante y agudo, que Cab interpretó por una risita, y sujetó la lata entre sus manos, mirando en su interior, a pesar de que sabía que estaba vacía, a excepción de una fina capa de aceite que se acumulaba en el fondo.
-¿Qué pasa, tanto tiempo aquí metido te ha frito el coco? –Se burló- Es una lata. Una lata vacía de… -giró el objeto para verlo mejor-. De anchoas. ¿Anchoas? Joder, no sabía que teníamos de esto.
Cab volvió a pegarle una patada al sofá, esta vez con más fuerza. Loke lo miró, entrecerrando los ojos para poder verle el rostro. Cab componía una mueca de ira, que contrastaba a la perfección con el rostro redondo y dulce que debía mostrar antaño. Llevaba el pelo castaño corto, que le había crecido bastante desde que se conocieron, cuando lo llevaba rapado. También se estaba dejando barba, parecía que hacía más de un par de días que no se la afeitaba. Aunque estas cosas, como Loke sabía, no las hacía por puro placer.
Loke suspiró y volvió a pasarse la mano por el pelo, apartándose los cabellos que se le metían en los ojos. A él también le había crecido. Ahora lo llevaba por los hombros.
-No me trates como si fuese gilipollas, Loke –respondió Cab en un tono amenazador-. Te has comido las anchoas, ¿verdad? –volvió a pegarle otra patada al sofá, y se respondió a sí mismo- Claro que lo has hecho. ¿Quién si no? ¡¿Por qué lo has hecho?!
-Vale, vale, tío –lo tranquilizó Loke, levantando las manos en señal de rendición e inclinándose hacia la mesa de cristal. Dejó la lata vacía encima y rebuscó entre los cajones que había debajo del mueble-. Tenía hambre, ¿qué más quieres? Fumar me da hambre, y no encontré nada mejor.
Cab soltó una risa amarga y se desplomó sobre el otro sofá, con el rostro entre las manos.
-Tenías hambre, tenías hambre... –arrastraba las palabras al hablar y su voz salía amortiguada a través de los huecos de sus manos. Si Loke no lo hubiese visto antes así, juraría que estaba llorando-. Nos estamos quedando sin provisiones y tú te comes una de las últimas latas porque la mierda esa te da hambre. Mira, respóndeme a una cosa –se irguió y se descubrió la cara para mirarle a los ojos. Incluso en aquella penumbra, Loke pudo sentir el odio emanando de ellos, como si de dos velas negras encendidas se tratasen-. ¿Eres gilipollas?
Loke volvió a reírse por lo bajini y sacudió la cabeza, como si su compañero acabase de contar un chiste tan malo que no podía ni creérselo. Siguió rebuscando entre la basura que se acumulaba en el cajón. Finalmente encontró lo que buscaba, y sacó de entre un montón de papeles una pequeña caja de metal. La abrió y comenzó a prepararse un cigarrillo, ignorando la pregunta de Cab. Se moría de ganas por responderle y burlarse de él, pero sabía que aquello solo empeoraría las cosas. Continuó concentrado en su trabajo, en silencio, a medida que la tensión en la habitación se hacía más y más palpable.
-¿Me estás escuchando? –Preguntó Cab, harto de esperar-. Porque estoy hasta los huevos de que hagas lo que te dé la gana. Puede que a ti te dé igual, pero a mí por lo menos me gustaría vivir una semana más –se interrumpió cuando Loke le ofreció el canuto que acababa de terminar, y lo rechazó apartándolo de un manotazo-. No, joder, no quiero esa basura. Me da dolor de cabeza, y luego la casa se queda oliendo a mierda durante todo el día.
-Ya huele a mierda de todas formas –replicó Loke mientras se encogía de hombros y preparaba otro cigarro.
Cab estalló. Aquello era lo que le faltaba. ¿Quién se creía que era para vacilarle así? En cualquier otra situación lo habría ignorado, se habría ido a casa y se habría puesto a leer o habría pasado la tarde con su preciosa novia, y olvidaría aquella discusión en cuestión de minutos. Pero ya no tenía ningún hogar al que volver. Ni ninguna novia a la que besar.
Se levantó como movido por un resorte y le arrebató de las manos la bolsita de plástico que contenía la marihuana. Loke tardó unos segundos en reaccionar, sorprendido por la acción del hombre, y para cuando pudo darse cuenta, Cab se encontraba junto a la ventana, agarrando la cuerda para abrir la persiana, pero sin tirar aún.
-Estoy harto de ti, gilipollas. Todo el día fumando, pasando de todo. ¿Por qué no probamos a tirarla por la ventana? A ver si a los cabrones de ahí abajo les gusta esta porquería.
Loke se levantó tambaleante, sacó del bolsillo trasero de sus vaqueros una pistola, con la que apuntó directamente hacia Cab y suspiró.
-Mira, niñato. Estoy harto de oírte quejarte. Como no sueltes la maría ahora mismo, juro que te vuelo la puta cabeza.
No lo dijo como si fuese una amenaza. Eso habría aterrorizado a Cab. No, lo dijo como si fuese una verdad universal, como si robarle la maría a tu compañero de piso en un arrebato de picardía automáticamente acarreara que te volase la cabeza. Como si estuviese diciendo que dos más dos son cuatro. Era algo cierto, sin más, no tenía otra posible respuesta. No era algo que podría pasar, que se podría negociar. Era eso y nada más. Esto le aterró aún más que si lo dijese como una amenaza. La naturalidad y la tranquilidad de la voz de Loke hicieron que se le retorcieran las tripas con un profundo escalofrío. Casi estuvo a punto de bajar la mano con la que sostenía la bolsita y devolvérsela. Casi.
-Nos vamos a morir de hambre si seguimos así –toda la fuerza y la ira le habían abandonado en cuestión de segundos, dejándole con una profunda ansiedad y vacío. Ya no sonaba enfadado. Ahora sonaba casi suplicante. Intentaba por todos los medios hacerle entrar en razón-. O de sed. Estoy harto de vivir así. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no me doy una ducha? Desde que se acabó el tanque de agua. Hace más de una puñetera semana que no me ducho. Huelo a sudor, a suciedad y a porros. Y no podemos abrir la ventana porque entonces entrará el olor a carne podrida. Y eso sí que no lo soporto. Y nos vamos a morir de hambre porque tú te has pasado las reglas del reparto de la comida por tus santos cojones.
A medida que hablaba la voz le salía más y más deteriorada, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Y lo estaba. Conforme esas palabras salían de su boca sin poder impedirlo, más cierta y aplastante caía la verdad sobre ellos. Estaba muy asustado. Parpadeó varias veces seguidas para ahuyentar las lágrimas que amenazaban con salir. Pero una parte de él se arrepintió, preguntándose si no habría sido buena idea echarse a llorar y dejar que las lágrimas barrieran la suciedad de sus mejillas.
-Estoy cansado de vivir así -murmuró.
Loke carraspeó y dejó caer el brazo con el que sujetaba el arma en uno de sus costados, pero no la guardó, ni tampoco bajó la guardia. Se inclinó sobre la mesa de cristal y recogió el cigarro que acababa de terminar. Lo metió entre los dientes y lo encendió con un mechero que encontró tirado sobre la mesa. Aún seguía sujetando el arma. Entonces avanzó arrastrando los pies hasta ponerse a la altura de Cab. Dio una profunda calada al cigarrillo y le echó el humo en la cara mientras le miraba a los ojos.
-¿Que no te gusta esta vida? Está bien, no pasa nada, eres libre de irte. Pero déjame que te recuerde lo bonito que tenemos ahora el barrio –le arrebató la cuerda de la persiana a Cab de un empujón y la abrió de un tirón.
La luz penetró a raudales en la habitación, inundándola por completo y cegando a los dos jóvenes por unos segundos. Ambos tuvieron que entrecerrar los ojos para ver la calle, dos pisos más abajo. Al principio no vieron a nadie. Coches incinerados y volcados, edificios abandonados, y restos de cristales rotos estaban desparramados por el suelo. A lo lejos podían ver grandes columnas de humo, e incluso oír el sonido de algún que otro helicóptero, pero no divisaron ninguno. Todo estaba destrozado, abandonado. Era un paisaje desolador. Pero lo que más llamaba la atención eran aquellas grandes manchas de sangre que se repartían a lo largo de toda la calle. De toda la ciudad. Seguramente de todo el mundo. Ellos no podían ver a nadie. Pero alguien sí que los vio a ellos.
Al principio pensaban que era el sonido de otro helicóptero. Pero lo descartaron rápidamente. Era como el chirrido que se produce cuando arañas una pizarra o un cristal. Como el maullido estridente de un gato siendo atropellado. Eran sus gemidos.
Lo vieron aparecer cuando doblaba la esquina de la calle. Arrastraba una de sus piernas y tenía la vista clavada en ellos. Debía ser reciente, se dijo Cab. Si no, no conservaría la vista. Emitía un sonido chirriante que salía de lo más profundo de su garganta. Primero como un silbido, y luego cada vez con más intensidad, haciendo estremecer cada centímetro de su cuerpo. Era el sonido de la muerte.
Pero lo peor no eran sus gemidos. Tenía la ropa manchada de sangre, los ojos se le salían de las cuencas, y su piel tenía un tono demasiado pálido. Trozos de carne en descomposición colgaban de su cara, de las heridas que las mordeduras le habían causado. Le faltaba gran parte de un brazo. Era repugnante. Parecía que se estaban dando un festín y dejaron su antebrazo a la mitad. Aún se podían distinguir las marcas de los dientes. Cab intentaba apartar la vista. Deseaba hacerlo. Pero no podía. Era un espectáculo grotesco. Podía ver el hueso asomándole por lo que le quedaba de brazo, de un color casi rosado. Los tendones estaban destrozados, y colgaban inertes, balanceándose con cada sacudida de su cuerpo. Tenía la carne putrefacta hecha jirones. Joder, era asqueroso. No era de los peores que había visto, pero aún no conseguía acostumbrarse a aquellas visiones. Esos malditos muertos vivientes habían arrasado con toda la ciudad. Sin duda le daban ganas de vomitar.
Y la cosa fue a peor. Sus chirriantes gemidos alertaron a los demás. Pronto la calle se llenó de otras muchas figuras que arrastraban su cuerpo lentamente pero sin pausa para llegar hasta el portal del edificio. Cab tragó saliva y agradeció interiormente que las puertas estuviesen tapiadas de arriba abajo. Pero sus gemidos aumentaron. Ahora todos chillaban. Era horrible. Aquel sonido salía de las profundidades de sus gargantas, haciéndoles pedazos las cuerdas vocales, produciendo un escalofrío hasta al más fuerte de los hombres. Cab se sorprendió preguntándose si dolería mucho gemir así. Dañarse así las cuerdas vocales. Casi se rió. Ni que fuesen a convertirse en cantantes de pop.
-¿Aún sigues queriendo bajar ahí? –La voz de Loke le sorprendió a su lado, y no pudo evitar apartarse, asustado- Porque si tan poco te gusta esto, ya puedes estar sacando tu bonito trasero por esa puerta. Incluso me vendría bien. Tal vez así conseguirías alejarlos de aquí. Tal vez te pillasen un par de calles más abajo. ¿Qué más da? –le dio otra calada al porro y siguió hablando- El caso es que no durarías más de un día allí fuera. No solo.
Cab le miró, con los ojos abiertos de par en par y temblando de terror. Llevaba razón. Daba igual donde se quedase. Iba a morir de todas formas. Pero al menos con Loke tenía una oportunidad. Apestaba y fumaba como un cabrón. Bueno, era un cabrón. Y un gilipollas. Pero tenía razón. Además, era el único de los dos que tenía un arma y que sabía utilizarla medianamente bien. Había pensado anteriormente en robársela cuando dormía y salir corriendo. Pero no podía hacerlo. Tenía peor puntería que un jodido ciego, y sus disparos habrían alertado a toda la población de zombis de la ciudad. Y seguramente no habría podido matar a ninguno.
Las posibilidades de sobrevivir al lado de Loke eran minúsculas, pero al menos sí mayores que las de sobrevivir por su cuenta.
Cab asintió, cabizbajo, y le devolvió a Loke su bolsita de María. Este asintió a su vez, satisfecho, y le indicó a Cab que volviese al sofá con un gesto de la pistola.
-Y ahora planta tu jodido culo en el sofá, fúmate un porro y tranquilízate si no quieres que te vuele la puta cabeza.
Volvía a decirlo con el mismo tono que antes. Porque así eran las cosas, así eran las reglas. U obedeces, o te mato. O dejas de tocarme los cojones, o te mato. O dejas mi maría, o te juro que te mato. No parecía importarle el hecho de que si disparaba el arma allí dentro, el sonido atraería a muchos más zombis. Y si le importaba, lo disimulaba muy bien.
Cab hizo lo que le ordenaba y alargó la mano para coger el cigarrillo que le ofrecía Loke. Lo encendió y echó la cabeza hacia atrás, mientras dejaba que el humo le inundara los pulmones. Lo soltó despacio a través de los dientes apretados. Repitió el proceso varias veces, hasta que la cabeza le dolió y le empezó a dar vueltas. Loke no guardó el arma hasta que vio que Cab se tranquilizaba por completo.
-Odio sus quejidos –comentó Cab rompiendo el silencio entre ellos dos. Los zombis seguían chillando y gimiendo en el exterior, cada vez más fuerte, y sus sonidos llegaban amortiguados a la habitación. Pero llegaban igualmente-. Se me meten en los oídos y me provocan pesadillas. Incluso mucho después de que se hayan callado, siguen sonando en mi cabeza. Me dan ganas de pegarme un tiro.
Loke rió entre dientes mientras se tumbaba en el sofá, mirando al techo y echando bocanadas de humo.
-No eres el único que quiere reventarte la cabeza a veces, capullo.
Cab rió también, pero su risa era una risa amarga. Ya ni siquiera le salía reírse de verdad. La mayor parte del tiempo se sentía como un zombi más. Muerto, vagando por la casa sin esperanza. Completamente afligido. Solo que él no sentía un enorme e irresistible apetito por la carne cruda humana. Qué asco. Qué jodido asco.
-Solo nos quedan provisiones para un par de días más –murmuró entonces-. Tres, a lo sumo.
Se hizo un profundo silencio en la habitación. Parecía incluso que los zombis se habían callado, aunque en realidad chillaban con más y más fuerza. Seguro que ahora había muchos más.
-Estamos jodidos, tío –murmuró también Loke y chasqueó la lengua.
Se miraron un momento y entonces un gran estruendo los sobresaltó. Se levantaron y se acercaron a la ventana a tiempo para ver como una multitud de zombis se empujaban los unos a los otros para entrar en el portal del edificio.
Estaban jodidos. Habían logrado tirar la puerta abajo.

domingo, 1 de junio de 2014

Carta nº 78: A la inocencia perdida.

  Te vi la otra noche. A trompicones danzabas en la oscuridad. En aquellas tinieblas, que no parecían darte miedo, y sin embargo a mí, me inquietaban por momentos.
  Te vi bailar, y saltar, tal vez fuese lo mismo. No parecía importarte demasiado.
  Disculpa, pero te seguí. Me gustó tu forma de disfrutar de la oscuridad.
  Y sin darte cuenta me llevaste, oh tú, pequeña criatura infernal, a esa isla donde se pierden todas las cosas. La gente tiende a llamarla Nunca Jamás. Cierto es que no vi nungún niño perdido, estarían jugando todos a papás y a mamás. Y Peter, que a veces no recuerda ni dónde vive, bueno, a ese, mándale recuerdos de mi parte, aunque luego lo vaya a olvidar.
  Pero volviendo al caso. Pequeña, lo cierto es que fue divertido. Te gustaba tropezar. Eso que ahora lo vemos siempre como un bache en el camino, y nunca conseguimos dejarlo del todo atrás. Tranquila, lo aprenderás cuando hayas crecido. Pero me gustaba tu forma de reaccionar. Como si no fuese más que un charco que saltar, y si te salpicas, pues luego se quitará, al fin y al cabo no son más que manchas en forma de cicatrices. O viceversa.
  Era divertido aprender a arriesgar.
  El viento jugueteaba con tus cabellos cortos, y parte de mí se murió de envidia al no tenerlos que peinar. En aquel lugar, así, nadie te miraba mal.
  Debo destacar cuando te encontraste con esos juguetes rotos y te sentiste mal. Como si te recordasen a un futuro incerto que aún no iba a llegar. Para ti nunca va a llegar. Te quedarás allí, en aquella lejana isla donde todo lo que se pierde va a parar.
  Y creo que entiendo a Peter Pan, y te entiendo a ti, pequeña, cuando te limitas a decir la verdad, y rompes a llorar cuando ves una injusticia. Cuando no temes quedarte en silencio. Te prometo que esas serán las últimas lágrimas que vayas a derramar.
  Quédate allí, perdida y a salvo. Cuídate, resguarda tu calidez. Yo protegeré tu sonrisa. Espero me disculpes, no me gusta la idea de dejarte sin más. Pero sólo allí te podré encontrar.
  No hay nada peor que echarse de menos a uno mismo.
  Valiente mierda. No sé ni cómo escribirte, puesto que lo perdí todo al abrir los ojos. Y me sentí mal.
  Como si hubiese perdido algo importante para mí, sin saber el qué.
  Como si hubiese perdido a alguien.
  Como si lo hubiese perdido todo.

domingo, 30 de marzo de 2014

¿Microcuento, tal vez?

Se sentó sobre la fría hierba de madrugada con las piernas cruzadas y una sonrisa de oreja a oreja. Se pasó la mano por sus finos y despeinados cabellos y con la otra mano invitó a su sombra a que le acompañase en aquella noche estrellada.
-Joder, mira ahí arriba –señaló al cielo nocturno con una amplia sonrisa-. Qué de estrellas, ¡madre mía, en mi vida había visto tantas! ¿Las ves tú también?
Su sombra asintió, pero no dijo nada. Le bastaba con mirarle a él, con ese brillo en la mirada, que podía valer por mil estrellas. ¿Qué le importaba aquel espectáculo de la naturaleza si podía verle brillar a él? A su íntimo e inseparable compañero, que con su luz le hacía eclipsar. Pero qué le importaba a ella, si al final siempre encontraba su lugar.
-Ojalá pudiese tocarlas –susurró el chico mientras alargaba la mano hacia ellas, imaginando que podía rozarlas con las puntas de los dedos-. Y cogerlas. Me quemaría pero, ¡jolín, son tan bonitas! Las quiero todas.
La miró sonriendo y se removió inquieto en su sitioNotaba su corazón latir con tanta fuerza como si se le fuese a salir del pecho, y tenía tantas ganas de gritar, de volar… Se sentía tan eufórico. 
-Es tan bonito, tan, tan bonito, pero hay tanto que hacer… ¡Tantos sueños que cumplir! –Volvió la vista hacia el cielo de nuevo-. Tantos proyectos… ¡Que ni estrellas hay en el firmamento!
Su sombra soltó una risa. Era un joven soñador, con tantas esperanzas, tanta inocencia, tantos sueños… Él mismo era una estrella.
Y, de hecho, en ese instante una nueva estrella empezó a brillar en el firmamento. El joven se percató de esto y gritó de emoción.
-¡Pero qué estrella tan bonita! Mírala que chiquitita, ¡pero cómo brilla! La quiero para mí. Ojalá nunca se apague –y gritó- ¡Te prometo que nunca dejaré que te apagues!
Saltó y se acuclilló al lado de su sombra para captar su atención, mientras con una mano señalaba la estrella más bonita del cielo.
-¿La ves? ¿Ves aquella estrella? La cuidaré. Te prometo que algún día la conseguiré y nunca dejaré que se apague.
Su sombra le sonrió. ¡Pobre ingenuo! Se refería así mismo y no lo sabía. Pero se sintió feliz, porque eso quería decir que su luz no se apagaría nunca. El chico se levantó y se sacudió los pantalones. Agarró de la mano a su sombra, y con un último vistazo al cielo nocturno echó a correr, dispuesto a comenzar su propósito.

Años después se apresuraba por el carril, sin parar de mirar su reloj. Ni siquiera miraba al cielo. Se había olvidado de hacerlo hace mucho tiempo. Se pasó la mano por los cabellos, pero no pretendía despeinarlos como antaño, sino atusarlos con rapidez. Al cabo de un rato los vislumbró más adelante. Ni un abrazo les dio. ¿Por qué iba a hacerlo? Había quedado con sus demonios, aquellos chupasangres malignos que le acompañaban diariamente, y que habían convertido su sombra en su mayor miedo y pesar.
-¿Nos vamos? –susurró cabizbajo, con unas profundas y oscuras ojeras surcándole el rostro.
Ya no había alegría en su voz. La había cambiado por una monótona desgana. El hastío había invadido su vida y no pretendía abandonarle. Sus demonios asintieron y echaron a andar. Ni si quiera miró al cielo estrellado. ¿Para qué, si se había apagado la luz de su mirada? Y su estrella había muerto hace ya mucho.

Pero él no se acordaba. Había olvidado su promesa.