Cab se dirigió hacia el salón, una habitación enana y polvorienta en la
que apenas había hueco para dos pequeños sofás, una mesa de cristal ennegrecida
por la suciedad y la mugre; y una televisión de plasma que estaba seguro que alguien
había robado de unos grandes almacenes. Aquello era tan pequeño como el resto de la casa. Un triste apartamento con una habitación, una pequeña cocina en la que no cabían mas de cuatro personas, un cuarto de baño y el salón. Habría estado bien, si fuese universitario y estuviese solo. Habría estado bien, si pudiese abrir la puñetera ventana de vez en cuando para airear la casa. Y por supuesto, habría estado muchísimo mejor si no tuviese que convivir con el desecho humano que yacía despatarrado en el sofá. O como él se hacía llamar: Loke.
La sala se encontraba en penumbra, apenas iluminada por los débiles rayos del sol que intentaban colarse entre las rendijas de la persiana. A pesar de aquella oscuridad, consiguió llegar hasta el sofá esquivando los papeles y botes que estaban esparcidos por el suelo. No quería pisar la porquería para luego tener la suela de los zapatos pegajosa y ruidosa al andar. Le propinó una patada con fuerza al sofá, donde descansaba el joven un poco mayor que él, de unos veinte y pocos años, que despertó con un sobresalto.
La sala se encontraba en penumbra, apenas iluminada por los débiles rayos del sol que intentaban colarse entre las rendijas de la persiana. A pesar de aquella oscuridad, consiguió llegar hasta el sofá esquivando los papeles y botes que estaban esparcidos por el suelo. No quería pisar la porquería para luego tener la suela de los zapatos pegajosa y ruidosa al andar. Le propinó una patada con fuerza al sofá, donde descansaba el joven un poco mayor que él, de unos veinte y pocos años, que despertó con un sobresalto.
-¿Se puede saber qué coño es esto, Loke? –Le espetó Cab, mostrándole
una lata de comida vacía.
Loke abrió los ojos con pesadez y parpadeó varias veces, intentando que
la vista se le acostumbrara a la oscuridad. No podía verle la cara a su
compañero, pero estaba seguro de que estaba muy cabreado.
-¿Pero qué te pasa hoy? ¿Has tenido una pesadilla y estás
de mal humor? –Se restregó la cara con las manos y miró el reloj digital que
tenía en la muñeca. Las seis de la tarde.
Cab agitó la lata en el aire y apretó los dientes como toda respuesta.
Era la segunda vez en el día que tenía un ataque de histeria. Loke suspiró,
dándose por vencido, y fijó la vista en el objeto que le tendía su compañero.
-¿El qué, tío? Joder, no veo una mierda –Se acomodó para sentarse y se
pasó una mano por los cabellos grasientos para apartarlos de su rostro.
Cab apretó la mandíbula con irritación, pero se controló por no alzar la voz. No era ni el
mejor momento ni el mejor sitio para ponerse a pegar voces. En su lugar, arrojó
el objeto a Loke, que aún seguía adormilado para tener los reflejos a punto, y
este le golpeó en la cabeza.
-No pienso abrir ninguna ventana hasta que me expliques qué es eso
–respondió Cab.
Loke emitió un sonido chirriante y agudo, que Cab interpretó por una
risita, y sujetó la lata entre sus manos, mirando en su interior, a pesar de
que sabía que estaba vacía, a excepción de una fina capa de aceite que se
acumulaba en el fondo.
-¿Qué pasa, tanto tiempo aquí metido te ha frito el coco? –Se burló- Es
una lata. Una lata vacía de… -giró el objeto para verlo mejor-. De
anchoas. ¿Anchoas? Joder, no sabía que teníamos de esto.
Cab volvió a pegarle una patada al sofá, esta vez con más fuerza. Loke
lo miró, entrecerrando los ojos para poder verle el rostro. Cab componía una
mueca de ira, que contrastaba a la perfección con el rostro redondo y dulce que
debía mostrar antaño. Llevaba el pelo castaño corto, que le había crecido bastante
desde que se conocieron, cuando lo llevaba rapado. También se estaba dejando barba,
parecía que hacía más de un par de días que no se la afeitaba. Aunque estas
cosas, como Loke sabía, no las hacía por puro placer.
Loke suspiró y volvió a pasarse la mano por el pelo, apartándose los
cabellos que se le metían en los ojos. A él también le había crecido. Ahora lo
llevaba por los hombros.
-No me trates como si fuese gilipollas, Loke –respondió Cab en un tono
amenazador-. Te has comido las anchoas, ¿verdad? –volvió a pegarle otra
patada al sofá, y se respondió a sí mismo- Claro que lo has hecho. ¿Quién si no? ¡¿Por qué lo has hecho?!
-Vale, vale, tío –lo tranquilizó Loke, levantando las manos en señal de
rendición e inclinándose hacia la mesa de cristal. Dejó la lata vacía encima y
rebuscó entre los cajones que había debajo del mueble-. Tenía hambre, ¿qué más
quieres? Fumar me da hambre, y no encontré nada mejor.
Cab soltó una risa amarga y se desplomó sobre el otro sofá, con el rostro entre las manos.
-Tenías hambre, tenías hambre... –arrastraba las palabras al hablar y su voz
salía amortiguada a través de los huecos de sus manos. Si Loke no lo hubiese
visto antes así, juraría que estaba llorando-. Nos estamos quedando sin
provisiones y tú te comes una de las últimas latas porque la mierda esa
te da hambre. Mira, respóndeme a una cosa –se irguió y se descubrió la cara
para mirarle a los ojos. Incluso en aquella penumbra, Loke pudo sentir el odio
emanando de ellos, como si de dos velas negras encendidas se tratasen-. ¿Eres
gilipollas?
Loke volvió a reírse por lo bajini y sacudió la cabeza, como si su
compañero acabase de contar un chiste tan malo que no podía ni creérselo. Siguió
rebuscando entre la basura que se acumulaba en el cajón. Finalmente encontró lo
que buscaba, y sacó de entre un montón de papeles una pequeña caja de metal. La
abrió y comenzó a prepararse un cigarrillo, ignorando la pregunta de Cab. Se
moría de ganas por responderle y burlarse de él, pero sabía que aquello solo
empeoraría las cosas. Continuó concentrado en su trabajo, en silencio, a medida
que la tensión en la habitación se hacía más y más palpable.
-¿Me estás escuchando? –Preguntó Cab, harto de esperar-. Porque estoy
hasta los huevos de que hagas lo que te dé la gana. Puede que a ti te dé
igual, pero a mí por lo menos me gustaría vivir una semana más –se
interrumpió cuando Loke le ofreció el canuto que acababa de terminar, y lo
rechazó apartándolo de un manotazo-. No, joder, no quiero esa basura. Me da
dolor de cabeza, y luego la casa se queda oliendo a mierda durante todo el día.
-Ya huele a mierda de todas formas –replicó Loke mientras se encogía de
hombros y preparaba otro cigarro.
Cab estalló. Aquello era lo que le faltaba. ¿Quién se creía que era para vacilarle así? En cualquier otra situación lo habría ignorado,
se habría ido a casa y se habría puesto a leer o habría pasado la tarde con su
preciosa novia, y olvidaría aquella discusión en cuestión de minutos. Pero ya
no tenía ningún hogar al que volver. Ni ninguna novia a la que besar.
Se levantó como movido por un resorte y le arrebató de las manos la
bolsita de plástico que contenía la marihuana. Loke tardó unos segundos en
reaccionar, sorprendido por la acción del hombre, y para cuando pudo darse
cuenta, Cab se encontraba junto a la ventana, agarrando la cuerda para abrir la
persiana, pero sin tirar aún.
-Estoy harto de ti, gilipollas. Todo el día fumando,
pasando de todo. ¿Por qué no probamos a tirarla por la ventana? A ver si a los
cabrones de ahí abajo les gusta esta porquería.
Loke se levantó tambaleante, sacó del bolsillo trasero de sus vaqueros
una pistola, con la que apuntó directamente hacia Cab y suspiró.
-Mira, niñato. Estoy harto de oírte quejarte. Como no
sueltes la maría ahora mismo, juro que te vuelo la puta cabeza.
No lo dijo como si fuese una amenaza. Eso habría aterrorizado a Cab.
No, lo dijo como si fuese una verdad universal, como si robarle la maría a tu
compañero de piso en un arrebato de picardía automáticamente acarreara que te
volase la cabeza. Como si estuviese diciendo que dos más dos son cuatro. Era
algo cierto, sin más, no tenía otra posible respuesta. No era algo que podría
pasar, que se podría negociar. Era eso y nada más. Esto le aterró aún más que
si lo dijese como una amenaza. La naturalidad y la tranquilidad de la voz de
Loke hicieron que se le retorcieran las tripas con un profundo escalofrío. Casi
estuvo a punto de bajar la mano con la que sostenía la bolsita y devolvérsela.
Casi.
-Nos vamos a morir de hambre si seguimos así –toda la fuerza y la ira
le habían abandonado en cuestión de segundos, dejándole con una profunda
ansiedad y vacío. Ya no sonaba enfadado. Ahora sonaba casi suplicante. Intentaba
por todos los medios hacerle entrar en razón-. O de sed. Estoy harto de vivir
así. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no me doy una ducha? Desde que se acabó el
tanque de agua. Hace más de una puñetera semana que no me ducho. Huelo a sudor, a
suciedad y a porros. Y no podemos abrir la ventana porque entonces
entrará el olor a carne podrida. Y eso sí que no lo soporto. Y nos vamos a
morir de hambre porque tú te has pasado las reglas del reparto de la comida por
tus santos cojones.
A medida que hablaba la voz le salía más y más deteriorada, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Y lo estaba. Conforme esas palabras salían de su boca sin poder impedirlo, más cierta y aplastante caía la verdad sobre ellos. Estaba muy asustado. Parpadeó varias veces seguidas para ahuyentar las lágrimas que amenazaban con salir. Pero una parte de él se arrepintió, preguntándose si no habría sido buena idea echarse a llorar y dejar que las lágrimas barrieran la suciedad de sus mejillas.
-Estoy cansado de vivir así -murmuró.
A medida que hablaba la voz le salía más y más deteriorada, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Y lo estaba. Conforme esas palabras salían de su boca sin poder impedirlo, más cierta y aplastante caía la verdad sobre ellos. Estaba muy asustado. Parpadeó varias veces seguidas para ahuyentar las lágrimas que amenazaban con salir. Pero una parte de él se arrepintió, preguntándose si no habría sido buena idea echarse a llorar y dejar que las lágrimas barrieran la suciedad de sus mejillas.
-Estoy cansado de vivir así -murmuró.
Loke carraspeó y dejó caer el brazo con el que sujetaba el arma en uno
de sus costados, pero no la guardó, ni tampoco bajó la guardia. Se inclinó
sobre la mesa de cristal y recogió el cigarro que acababa de terminar. Lo metió
entre los dientes y lo encendió con un mechero que encontró tirado sobre la
mesa. Aún seguía sujetando el arma. Entonces avanzó arrastrando los pies hasta
ponerse a la altura de Cab. Dio una profunda calada al cigarrillo y le echó el humo
en la cara mientras le miraba a los ojos.
-¿Que no te gusta esta vida? Está bien, no pasa nada, eres libre de
irte. Pero déjame que te recuerde lo bonito que tenemos ahora el barrio –le arrebató
la cuerda de la persiana a Cab de un empujón y la abrió de un tirón.
La luz penetró a raudales en la habitación, inundándola por completo y
cegando a los dos jóvenes por unos segundos. Ambos tuvieron que entrecerrar los
ojos para ver la calle, dos pisos más abajo. Al principio no vieron a nadie.
Coches incinerados y volcados, edificios abandonados, y restos de cristales rotos
estaban desparramados por el suelo. A lo lejos podían ver grandes columnas de
humo, e incluso oír el sonido de algún que otro helicóptero, pero no divisaron
ninguno. Todo estaba destrozado, abandonado. Era un paisaje desolador. Pero lo
que más llamaba la atención eran aquellas grandes manchas de sangre que se
repartían a lo largo de toda la calle. De toda la ciudad. Seguramente de todo
el mundo. Ellos no podían ver a nadie. Pero alguien sí que los vio a ellos.
Al principio pensaban que era el sonido de otro helicóptero. Pero lo
descartaron rápidamente. Era como el chirrido que se produce cuando arañas una pizarra
o un cristal. Como el maullido estridente de un gato siendo atropellado. Eran sus gemidos.
Lo vieron aparecer cuando doblaba la esquina de la calle. Arrastraba
una de sus piernas y tenía la vista clavada en ellos. Debía ser reciente, se
dijo Cab. Si no, no conservaría la vista. Emitía un sonido chirriante que salía de lo más profundo de su garganta. Primero como un silbido, y luego cada vez con más intensidad, haciendo estremecer cada centímetro de su cuerpo. Era el sonido de la muerte.
Pero lo peor no eran sus gemidos. Tenía la ropa manchada de sangre, los ojos se le salían de las cuencas, y su piel tenía un tono demasiado pálido. Trozos de carne en descomposición colgaban de su cara, de las heridas que las mordeduras le habían causado. Le faltaba gran parte de un brazo. Era repugnante. Parecía que se estaban dando un festín y dejaron su antebrazo a la mitad. Aún se podían distinguir las marcas de los dientes. Cab intentaba apartar la vista. Deseaba hacerlo. Pero no podía. Era un espectáculo grotesco. Podía ver el hueso asomándole por lo que le quedaba de brazo, de un color casi rosado. Los tendones estaban destrozados, y colgaban inertes, balanceándose con cada sacudida de su cuerpo. Tenía la carne putrefacta hecha jirones. Joder, era asqueroso. No era de los peores que había visto, pero aún no conseguía acostumbrarse a aquellas visiones. Esos malditos muertos vivientes habían arrasado con toda la ciudad. Sin duda le daban ganas de vomitar.
Pero lo peor no eran sus gemidos. Tenía la ropa manchada de sangre, los ojos se le salían de las cuencas, y su piel tenía un tono demasiado pálido. Trozos de carne en descomposición colgaban de su cara, de las heridas que las mordeduras le habían causado. Le faltaba gran parte de un brazo. Era repugnante. Parecía que se estaban dando un festín y dejaron su antebrazo a la mitad. Aún se podían distinguir las marcas de los dientes. Cab intentaba apartar la vista. Deseaba hacerlo. Pero no podía. Era un espectáculo grotesco. Podía ver el hueso asomándole por lo que le quedaba de brazo, de un color casi rosado. Los tendones estaban destrozados, y colgaban inertes, balanceándose con cada sacudida de su cuerpo. Tenía la carne putrefacta hecha jirones. Joder, era asqueroso. No era de los peores que había visto, pero aún no conseguía acostumbrarse a aquellas visiones. Esos malditos muertos vivientes habían arrasado con toda la ciudad. Sin duda le daban ganas de vomitar.
Y la cosa fue a peor. Sus chirriantes gemidos alertaron a los demás.
Pronto la calle se llenó de otras muchas figuras que arrastraban su cuerpo lentamente pero sin pausa para
llegar hasta el portal del edificio. Cab tragó saliva y agradeció interiormente
que las puertas estuviesen tapiadas de arriba abajo. Pero sus gemidos
aumentaron. Ahora todos chillaban. Era horrible. Aquel sonido salía de las
profundidades de sus gargantas, haciéndoles pedazos las cuerdas vocales,
produciendo un escalofrío hasta al más fuerte de los hombres. Cab se sorprendió
preguntándose si dolería mucho gemir así. Dañarse así las cuerdas vocales. Casi
se rió. Ni que fuesen a convertirse en cantantes de pop.
-¿Aún sigues queriendo bajar ahí? –La voz de Loke le sorprendió a su lado,
y no pudo evitar apartarse, asustado- Porque si tan poco te gusta esto, ya
puedes estar sacando tu bonito trasero por esa puerta. Incluso me vendría bien. Tal
vez así conseguirías alejarlos de aquí. Tal vez te pillasen un par de calles
más abajo. ¿Qué más da? –le dio otra calada al porro y siguió hablando- El caso
es que no durarías más de un día allí fuera. No solo.
Cab le miró, con los ojos abiertos de par en par y temblando de terror.
Llevaba razón. Daba igual donde se quedase. Iba a morir de todas formas. Pero
al menos con Loke tenía una oportunidad. Apestaba y fumaba como un cabrón.
Bueno, era un cabrón. Y un gilipollas. Pero tenía razón. Además, era el único
de los dos que tenía un arma y que sabía utilizarla medianamente bien. Había
pensado anteriormente en robársela cuando dormía y salir corriendo. Pero no podía
hacerlo. Tenía peor puntería que un jodido ciego, y sus disparos habrían
alertado a toda la población de zombis de la ciudad. Y seguramente no habría
podido matar a ninguno.
Las posibilidades de sobrevivir al lado de Loke eran minúsculas, pero
al menos sí mayores que las de sobrevivir por su cuenta.
Cab asintió, cabizbajo, y le devolvió a Loke su bolsita de María. Este
asintió a su vez, satisfecho, y le indicó a Cab que volviese al sofá con un
gesto de la pistola.
-Y ahora planta tu jodido culo en el sofá, fúmate un porro y
tranquilízate si no quieres que te vuele la puta cabeza.
Volvía a decirlo con el mismo tono que antes. Porque así eran las
cosas, así eran las reglas. U obedeces, o te mato. O dejas de tocarme los
cojones, o te mato. O dejas mi maría, o te juro que te mato. No parecía
importarle el hecho de que si disparaba el arma allí dentro, el sonido atraería
a muchos más zombis. Y si le importaba, lo disimulaba muy bien.
Cab hizo lo que le ordenaba y alargó la mano para coger el cigarrillo
que le ofrecía Loke. Lo encendió y echó la cabeza hacia atrás, mientras dejaba
que el humo le inundara los pulmones. Lo soltó despacio a través de los dientes
apretados. Repitió el proceso varias veces, hasta que la cabeza le dolió y le empezó
a dar vueltas. Loke no guardó el arma hasta que vio que Cab se tranquilizaba
por completo.
-Odio sus quejidos –comentó Cab rompiendo el silencio entre ellos
dos. Los zombis seguían chillando y gimiendo en el exterior, cada vez más
fuerte, y sus sonidos llegaban amortiguados a la habitación. Pero llegaban
igualmente-. Se me meten en los oídos y me provocan pesadillas. Incluso mucho
después de que se hayan callado, siguen sonando en mi cabeza. Me dan ganas de
pegarme un tiro.
Loke rió entre dientes mientras se tumbaba en el sofá, mirando al techo
y echando bocanadas de humo.
-No eres el único que quiere reventarte la cabeza a veces, capullo.
Cab rió también, pero su risa era una risa amarga. Ya ni siquiera le
salía reírse de verdad. La mayor parte del tiempo se sentía como un zombi más.
Muerto, vagando por la casa sin esperanza. Completamente afligido. Solo que él
no sentía un enorme e irresistible apetito por la carne cruda humana. Qué asco.
Qué jodido asco.
-Solo nos quedan provisiones para un par de días más –murmuró entonces-.
Tres, a lo sumo.
Se hizo un profundo silencio en la habitación. Parecía incluso que los
zombis se habían callado, aunque en realidad chillaban con más y más fuerza.
Seguro que ahora había muchos más.
-Estamos jodidos, tío –murmuró también Loke y chasqueó la lengua.
Se miraron un momento y entonces un gran estruendo los sobresaltó. Se
levantaron y se acercaron a la ventana a tiempo para ver como una multitud de
zombis se empujaban los unos a los otros para entrar en el portal del edificio.
Estaban jodidos. Habían logrado tirar la puerta abajo.
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