martes, 5 de agosto de 2014

Estamos jodidos, tío.

Cab se dirigió hacia el salón, una habitación enana y polvorienta en la que apenas había hueco para dos pequeños sofás, una mesa de cristal ennegrecida por la suciedad y la mugre; y una televisión de plasma que estaba seguro que alguien había robado de unos grandes almacenes. Aquello era tan pequeño como el resto de la casa. Un triste apartamento con una habitación, una pequeña cocina en la que no cabían mas de cuatro personas, un cuarto de baño y el salón. Habría estado bien, si fuese universitario y estuviese solo. Habría estado bien, si pudiese abrir la puñetera ventana de vez en cuando para airear la casa. Y por supuesto, habría estado muchísimo mejor si no tuviese que convivir con el desecho humano que yacía despatarrado en el sofá. O como él se hacía llamar: Loke.
La sala se encontraba en penumbra, apenas iluminada por los débiles rayos del sol que intentaban colarse entre las rendijas de la persiana. A pesar de aquella oscuridad, consiguió llegar hasta el sofá esquivando los papeles y botes que estaban esparcidos por el suelo. No quería pisar la porquería para luego tener la suela de los zapatos pegajosa y ruidosa al andar. Le propinó una patada con fuerza al sofá, donde descansaba el joven un poco mayor que él, de unos veinte y pocos años, que despertó con un sobresalto.
-¿Se puede saber qué coño es esto, Loke? –Le espetó Cab, mostrándole una lata de comida vacía.
Loke abrió los ojos con pesadez y parpadeó varias veces, intentando que la vista se le acostumbrara a la oscuridad. No podía verle la cara a su compañero, pero estaba seguro de que estaba muy cabreado.
-¿Pero qué te pasa hoy? ¿Has tenido una pesadilla y estás de mal humor? –Se restregó la cara con las manos y miró el reloj digital que tenía en la muñeca. Las seis de la tarde.
Cab agitó la lata en el aire y apretó los dientes como toda respuesta. Era la segunda vez en el día que tenía un ataque de histeria. Loke suspiró, dándose por vencido, y fijó la vista en el objeto que le tendía su compañero.
-¿El qué, tío? Joder, no veo una mierda –Se acomodó para sentarse y se pasó una mano por los cabellos grasientos para apartarlos de su rostro.
Cab apretó la mandíbula con irritación, pero se controló por no alzar la voz. No era ni el mejor momento ni el mejor sitio para ponerse a pegar voces. En su lugar, arrojó el objeto a Loke, que aún seguía adormilado para tener los reflejos a punto, y este le golpeó en la cabeza.
-No pienso abrir ninguna ventana hasta que me expliques qué es eso –respondió Cab.
Loke emitió un sonido chirriante y agudo, que Cab interpretó por una risita, y sujetó la lata entre sus manos, mirando en su interior, a pesar de que sabía que estaba vacía, a excepción de una fina capa de aceite que se acumulaba en el fondo.
-¿Qué pasa, tanto tiempo aquí metido te ha frito el coco? –Se burló- Es una lata. Una lata vacía de… -giró el objeto para verlo mejor-. De anchoas. ¿Anchoas? Joder, no sabía que teníamos de esto.
Cab volvió a pegarle una patada al sofá, esta vez con más fuerza. Loke lo miró, entrecerrando los ojos para poder verle el rostro. Cab componía una mueca de ira, que contrastaba a la perfección con el rostro redondo y dulce que debía mostrar antaño. Llevaba el pelo castaño corto, que le había crecido bastante desde que se conocieron, cuando lo llevaba rapado. También se estaba dejando barba, parecía que hacía más de un par de días que no se la afeitaba. Aunque estas cosas, como Loke sabía, no las hacía por puro placer.
Loke suspiró y volvió a pasarse la mano por el pelo, apartándose los cabellos que se le metían en los ojos. A él también le había crecido. Ahora lo llevaba por los hombros.
-No me trates como si fuese gilipollas, Loke –respondió Cab en un tono amenazador-. Te has comido las anchoas, ¿verdad? –volvió a pegarle otra patada al sofá, y se respondió a sí mismo- Claro que lo has hecho. ¿Quién si no? ¡¿Por qué lo has hecho?!
-Vale, vale, tío –lo tranquilizó Loke, levantando las manos en señal de rendición e inclinándose hacia la mesa de cristal. Dejó la lata vacía encima y rebuscó entre los cajones que había debajo del mueble-. Tenía hambre, ¿qué más quieres? Fumar me da hambre, y no encontré nada mejor.
Cab soltó una risa amarga y se desplomó sobre el otro sofá, con el rostro entre las manos.
-Tenías hambre, tenías hambre... –arrastraba las palabras al hablar y su voz salía amortiguada a través de los huecos de sus manos. Si Loke no lo hubiese visto antes así, juraría que estaba llorando-. Nos estamos quedando sin provisiones y tú te comes una de las últimas latas porque la mierda esa te da hambre. Mira, respóndeme a una cosa –se irguió y se descubrió la cara para mirarle a los ojos. Incluso en aquella penumbra, Loke pudo sentir el odio emanando de ellos, como si de dos velas negras encendidas se tratasen-. ¿Eres gilipollas?
Loke volvió a reírse por lo bajini y sacudió la cabeza, como si su compañero acabase de contar un chiste tan malo que no podía ni creérselo. Siguió rebuscando entre la basura que se acumulaba en el cajón. Finalmente encontró lo que buscaba, y sacó de entre un montón de papeles una pequeña caja de metal. La abrió y comenzó a prepararse un cigarrillo, ignorando la pregunta de Cab. Se moría de ganas por responderle y burlarse de él, pero sabía que aquello solo empeoraría las cosas. Continuó concentrado en su trabajo, en silencio, a medida que la tensión en la habitación se hacía más y más palpable.
-¿Me estás escuchando? –Preguntó Cab, harto de esperar-. Porque estoy hasta los huevos de que hagas lo que te dé la gana. Puede que a ti te dé igual, pero a mí por lo menos me gustaría vivir una semana más –se interrumpió cuando Loke le ofreció el canuto que acababa de terminar, y lo rechazó apartándolo de un manotazo-. No, joder, no quiero esa basura. Me da dolor de cabeza, y luego la casa se queda oliendo a mierda durante todo el día.
-Ya huele a mierda de todas formas –replicó Loke mientras se encogía de hombros y preparaba otro cigarro.
Cab estalló. Aquello era lo que le faltaba. ¿Quién se creía que era para vacilarle así? En cualquier otra situación lo habría ignorado, se habría ido a casa y se habría puesto a leer o habría pasado la tarde con su preciosa novia, y olvidaría aquella discusión en cuestión de minutos. Pero ya no tenía ningún hogar al que volver. Ni ninguna novia a la que besar.
Se levantó como movido por un resorte y le arrebató de las manos la bolsita de plástico que contenía la marihuana. Loke tardó unos segundos en reaccionar, sorprendido por la acción del hombre, y para cuando pudo darse cuenta, Cab se encontraba junto a la ventana, agarrando la cuerda para abrir la persiana, pero sin tirar aún.
-Estoy harto de ti, gilipollas. Todo el día fumando, pasando de todo. ¿Por qué no probamos a tirarla por la ventana? A ver si a los cabrones de ahí abajo les gusta esta porquería.
Loke se levantó tambaleante, sacó del bolsillo trasero de sus vaqueros una pistola, con la que apuntó directamente hacia Cab y suspiró.
-Mira, niñato. Estoy harto de oírte quejarte. Como no sueltes la maría ahora mismo, juro que te vuelo la puta cabeza.
No lo dijo como si fuese una amenaza. Eso habría aterrorizado a Cab. No, lo dijo como si fuese una verdad universal, como si robarle la maría a tu compañero de piso en un arrebato de picardía automáticamente acarreara que te volase la cabeza. Como si estuviese diciendo que dos más dos son cuatro. Era algo cierto, sin más, no tenía otra posible respuesta. No era algo que podría pasar, que se podría negociar. Era eso y nada más. Esto le aterró aún más que si lo dijese como una amenaza. La naturalidad y la tranquilidad de la voz de Loke hicieron que se le retorcieran las tripas con un profundo escalofrío. Casi estuvo a punto de bajar la mano con la que sostenía la bolsita y devolvérsela. Casi.
-Nos vamos a morir de hambre si seguimos así –toda la fuerza y la ira le habían abandonado en cuestión de segundos, dejándole con una profunda ansiedad y vacío. Ya no sonaba enfadado. Ahora sonaba casi suplicante. Intentaba por todos los medios hacerle entrar en razón-. O de sed. Estoy harto de vivir así. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no me doy una ducha? Desde que se acabó el tanque de agua. Hace más de una puñetera semana que no me ducho. Huelo a sudor, a suciedad y a porros. Y no podemos abrir la ventana porque entonces entrará el olor a carne podrida. Y eso sí que no lo soporto. Y nos vamos a morir de hambre porque tú te has pasado las reglas del reparto de la comida por tus santos cojones.
A medida que hablaba la voz le salía más y más deteriorada, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Y lo estaba. Conforme esas palabras salían de su boca sin poder impedirlo, más cierta y aplastante caía la verdad sobre ellos. Estaba muy asustado. Parpadeó varias veces seguidas para ahuyentar las lágrimas que amenazaban con salir. Pero una parte de él se arrepintió, preguntándose si no habría sido buena idea echarse a llorar y dejar que las lágrimas barrieran la suciedad de sus mejillas.
-Estoy cansado de vivir así -murmuró.
Loke carraspeó y dejó caer el brazo con el que sujetaba el arma en uno de sus costados, pero no la guardó, ni tampoco bajó la guardia. Se inclinó sobre la mesa de cristal y recogió el cigarro que acababa de terminar. Lo metió entre los dientes y lo encendió con un mechero que encontró tirado sobre la mesa. Aún seguía sujetando el arma. Entonces avanzó arrastrando los pies hasta ponerse a la altura de Cab. Dio una profunda calada al cigarrillo y le echó el humo en la cara mientras le miraba a los ojos.
-¿Que no te gusta esta vida? Está bien, no pasa nada, eres libre de irte. Pero déjame que te recuerde lo bonito que tenemos ahora el barrio –le arrebató la cuerda de la persiana a Cab de un empujón y la abrió de un tirón.
La luz penetró a raudales en la habitación, inundándola por completo y cegando a los dos jóvenes por unos segundos. Ambos tuvieron que entrecerrar los ojos para ver la calle, dos pisos más abajo. Al principio no vieron a nadie. Coches incinerados y volcados, edificios abandonados, y restos de cristales rotos estaban desparramados por el suelo. A lo lejos podían ver grandes columnas de humo, e incluso oír el sonido de algún que otro helicóptero, pero no divisaron ninguno. Todo estaba destrozado, abandonado. Era un paisaje desolador. Pero lo que más llamaba la atención eran aquellas grandes manchas de sangre que se repartían a lo largo de toda la calle. De toda la ciudad. Seguramente de todo el mundo. Ellos no podían ver a nadie. Pero alguien sí que los vio a ellos.
Al principio pensaban que era el sonido de otro helicóptero. Pero lo descartaron rápidamente. Era como el chirrido que se produce cuando arañas una pizarra o un cristal. Como el maullido estridente de un gato siendo atropellado. Eran sus gemidos.
Lo vieron aparecer cuando doblaba la esquina de la calle. Arrastraba una de sus piernas y tenía la vista clavada en ellos. Debía ser reciente, se dijo Cab. Si no, no conservaría la vista. Emitía un sonido chirriante que salía de lo más profundo de su garganta. Primero como un silbido, y luego cada vez con más intensidad, haciendo estremecer cada centímetro de su cuerpo. Era el sonido de la muerte.
Pero lo peor no eran sus gemidos. Tenía la ropa manchada de sangre, los ojos se le salían de las cuencas, y su piel tenía un tono demasiado pálido. Trozos de carne en descomposición colgaban de su cara, de las heridas que las mordeduras le habían causado. Le faltaba gran parte de un brazo. Era repugnante. Parecía que se estaban dando un festín y dejaron su antebrazo a la mitad. Aún se podían distinguir las marcas de los dientes. Cab intentaba apartar la vista. Deseaba hacerlo. Pero no podía. Era un espectáculo grotesco. Podía ver el hueso asomándole por lo que le quedaba de brazo, de un color casi rosado. Los tendones estaban destrozados, y colgaban inertes, balanceándose con cada sacudida de su cuerpo. Tenía la carne putrefacta hecha jirones. Joder, era asqueroso. No era de los peores que había visto, pero aún no conseguía acostumbrarse a aquellas visiones. Esos malditos muertos vivientes habían arrasado con toda la ciudad. Sin duda le daban ganas de vomitar.
Y la cosa fue a peor. Sus chirriantes gemidos alertaron a los demás. Pronto la calle se llenó de otras muchas figuras que arrastraban su cuerpo lentamente pero sin pausa para llegar hasta el portal del edificio. Cab tragó saliva y agradeció interiormente que las puertas estuviesen tapiadas de arriba abajo. Pero sus gemidos aumentaron. Ahora todos chillaban. Era horrible. Aquel sonido salía de las profundidades de sus gargantas, haciéndoles pedazos las cuerdas vocales, produciendo un escalofrío hasta al más fuerte de los hombres. Cab se sorprendió preguntándose si dolería mucho gemir así. Dañarse así las cuerdas vocales. Casi se rió. Ni que fuesen a convertirse en cantantes de pop.
-¿Aún sigues queriendo bajar ahí? –La voz de Loke le sorprendió a su lado, y no pudo evitar apartarse, asustado- Porque si tan poco te gusta esto, ya puedes estar sacando tu bonito trasero por esa puerta. Incluso me vendría bien. Tal vez así conseguirías alejarlos de aquí. Tal vez te pillasen un par de calles más abajo. ¿Qué más da? –le dio otra calada al porro y siguió hablando- El caso es que no durarías más de un día allí fuera. No solo.
Cab le miró, con los ojos abiertos de par en par y temblando de terror. Llevaba razón. Daba igual donde se quedase. Iba a morir de todas formas. Pero al menos con Loke tenía una oportunidad. Apestaba y fumaba como un cabrón. Bueno, era un cabrón. Y un gilipollas. Pero tenía razón. Además, era el único de los dos que tenía un arma y que sabía utilizarla medianamente bien. Había pensado anteriormente en robársela cuando dormía y salir corriendo. Pero no podía hacerlo. Tenía peor puntería que un jodido ciego, y sus disparos habrían alertado a toda la población de zombis de la ciudad. Y seguramente no habría podido matar a ninguno.
Las posibilidades de sobrevivir al lado de Loke eran minúsculas, pero al menos sí mayores que las de sobrevivir por su cuenta.
Cab asintió, cabizbajo, y le devolvió a Loke su bolsita de María. Este asintió a su vez, satisfecho, y le indicó a Cab que volviese al sofá con un gesto de la pistola.
-Y ahora planta tu jodido culo en el sofá, fúmate un porro y tranquilízate si no quieres que te vuele la puta cabeza.
Volvía a decirlo con el mismo tono que antes. Porque así eran las cosas, así eran las reglas. U obedeces, o te mato. O dejas de tocarme los cojones, o te mato. O dejas mi maría, o te juro que te mato. No parecía importarle el hecho de que si disparaba el arma allí dentro, el sonido atraería a muchos más zombis. Y si le importaba, lo disimulaba muy bien.
Cab hizo lo que le ordenaba y alargó la mano para coger el cigarrillo que le ofrecía Loke. Lo encendió y echó la cabeza hacia atrás, mientras dejaba que el humo le inundara los pulmones. Lo soltó despacio a través de los dientes apretados. Repitió el proceso varias veces, hasta que la cabeza le dolió y le empezó a dar vueltas. Loke no guardó el arma hasta que vio que Cab se tranquilizaba por completo.
-Odio sus quejidos –comentó Cab rompiendo el silencio entre ellos dos. Los zombis seguían chillando y gimiendo en el exterior, cada vez más fuerte, y sus sonidos llegaban amortiguados a la habitación. Pero llegaban igualmente-. Se me meten en los oídos y me provocan pesadillas. Incluso mucho después de que se hayan callado, siguen sonando en mi cabeza. Me dan ganas de pegarme un tiro.
Loke rió entre dientes mientras se tumbaba en el sofá, mirando al techo y echando bocanadas de humo.
-No eres el único que quiere reventarte la cabeza a veces, capullo.
Cab rió también, pero su risa era una risa amarga. Ya ni siquiera le salía reírse de verdad. La mayor parte del tiempo se sentía como un zombi más. Muerto, vagando por la casa sin esperanza. Completamente afligido. Solo que él no sentía un enorme e irresistible apetito por la carne cruda humana. Qué asco. Qué jodido asco.
-Solo nos quedan provisiones para un par de días más –murmuró entonces-. Tres, a lo sumo.
Se hizo un profundo silencio en la habitación. Parecía incluso que los zombis se habían callado, aunque en realidad chillaban con más y más fuerza. Seguro que ahora había muchos más.
-Estamos jodidos, tío –murmuró también Loke y chasqueó la lengua.
Se miraron un momento y entonces un gran estruendo los sobresaltó. Se levantaron y se acercaron a la ventana a tiempo para ver como una multitud de zombis se empujaban los unos a los otros para entrar en el portal del edificio.
Estaban jodidos. Habían logrado tirar la puerta abajo.

domingo, 1 de junio de 2014

Carta nº 78: A la inocencia perdida.

  Te vi la otra noche. A trompicones danzabas en la oscuridad. En aquellas tinieblas, que no parecían darte miedo, y sin embargo a mí, me inquietaban por momentos.
  Te vi bailar, y saltar, tal vez fuese lo mismo. No parecía importarte demasiado.
  Disculpa, pero te seguí. Me gustó tu forma de disfrutar de la oscuridad.
  Y sin darte cuenta me llevaste, oh tú, pequeña criatura infernal, a esa isla donde se pierden todas las cosas. La gente tiende a llamarla Nunca Jamás. Cierto es que no vi nungún niño perdido, estarían jugando todos a papás y a mamás. Y Peter, que a veces no recuerda ni dónde vive, bueno, a ese, mándale recuerdos de mi parte, aunque luego lo vaya a olvidar.
  Pero volviendo al caso. Pequeña, lo cierto es que fue divertido. Te gustaba tropezar. Eso que ahora lo vemos siempre como un bache en el camino, y nunca conseguimos dejarlo del todo atrás. Tranquila, lo aprenderás cuando hayas crecido. Pero me gustaba tu forma de reaccionar. Como si no fuese más que un charco que saltar, y si te salpicas, pues luego se quitará, al fin y al cabo no son más que manchas en forma de cicatrices. O viceversa.
  Era divertido aprender a arriesgar.
  El viento jugueteaba con tus cabellos cortos, y parte de mí se murió de envidia al no tenerlos que peinar. En aquel lugar, así, nadie te miraba mal.
  Debo destacar cuando te encontraste con esos juguetes rotos y te sentiste mal. Como si te recordasen a un futuro incerto que aún no iba a llegar. Para ti nunca va a llegar. Te quedarás allí, en aquella lejana isla donde todo lo que se pierde va a parar.
  Y creo que entiendo a Peter Pan, y te entiendo a ti, pequeña, cuando te limitas a decir la verdad, y rompes a llorar cuando ves una injusticia. Cuando no temes quedarte en silencio. Te prometo que esas serán las últimas lágrimas que vayas a derramar.
  Quédate allí, perdida y a salvo. Cuídate, resguarda tu calidez. Yo protegeré tu sonrisa. Espero me disculpes, no me gusta la idea de dejarte sin más. Pero sólo allí te podré encontrar.
  No hay nada peor que echarse de menos a uno mismo.
  Valiente mierda. No sé ni cómo escribirte, puesto que lo perdí todo al abrir los ojos. Y me sentí mal.
  Como si hubiese perdido algo importante para mí, sin saber el qué.
  Como si hubiese perdido a alguien.
  Como si lo hubiese perdido todo.

domingo, 30 de marzo de 2014

¿Microcuento, tal vez?

Se sentó sobre la fría hierba de madrugada con las piernas cruzadas y una sonrisa de oreja a oreja. Se pasó la mano por sus finos y despeinados cabellos y con la otra mano invitó a su sombra a que le acompañase en aquella noche estrellada.
-Joder, mira ahí arriba –señaló al cielo nocturno con una amplia sonrisa-. Qué de estrellas, ¡madre mía, en mi vida había visto tantas! ¿Las ves tú también?
Su sombra asintió, pero no dijo nada. Le bastaba con mirarle a él, con ese brillo en la mirada, que podía valer por mil estrellas. ¿Qué le importaba aquel espectáculo de la naturaleza si podía verle brillar a él? A su íntimo e inseparable compañero, que con su luz le hacía eclipsar. Pero qué le importaba a ella, si al final siempre encontraba su lugar.
-Ojalá pudiese tocarlas –susurró el chico mientras alargaba la mano hacia ellas, imaginando que podía rozarlas con las puntas de los dedos-. Y cogerlas. Me quemaría pero, ¡jolín, son tan bonitas! Las quiero todas.
La miró sonriendo y se removió inquieto en su sitioNotaba su corazón latir con tanta fuerza como si se le fuese a salir del pecho, y tenía tantas ganas de gritar, de volar… Se sentía tan eufórico. 
-Es tan bonito, tan, tan bonito, pero hay tanto que hacer… ¡Tantos sueños que cumplir! –Volvió la vista hacia el cielo de nuevo-. Tantos proyectos… ¡Que ni estrellas hay en el firmamento!
Su sombra soltó una risa. Era un joven soñador, con tantas esperanzas, tanta inocencia, tantos sueños… Él mismo era una estrella.
Y, de hecho, en ese instante una nueva estrella empezó a brillar en el firmamento. El joven se percató de esto y gritó de emoción.
-¡Pero qué estrella tan bonita! Mírala que chiquitita, ¡pero cómo brilla! La quiero para mí. Ojalá nunca se apague –y gritó- ¡Te prometo que nunca dejaré que te apagues!
Saltó y se acuclilló al lado de su sombra para captar su atención, mientras con una mano señalaba la estrella más bonita del cielo.
-¿La ves? ¿Ves aquella estrella? La cuidaré. Te prometo que algún día la conseguiré y nunca dejaré que se apague.
Su sombra le sonrió. ¡Pobre ingenuo! Se refería así mismo y no lo sabía. Pero se sintió feliz, porque eso quería decir que su luz no se apagaría nunca. El chico se levantó y se sacudió los pantalones. Agarró de la mano a su sombra, y con un último vistazo al cielo nocturno echó a correr, dispuesto a comenzar su propósito.

Años después se apresuraba por el carril, sin parar de mirar su reloj. Ni siquiera miraba al cielo. Se había olvidado de hacerlo hace mucho tiempo. Se pasó la mano por los cabellos, pero no pretendía despeinarlos como antaño, sino atusarlos con rapidez. Al cabo de un rato los vislumbró más adelante. Ni un abrazo les dio. ¿Por qué iba a hacerlo? Había quedado con sus demonios, aquellos chupasangres malignos que le acompañaban diariamente, y que habían convertido su sombra en su mayor miedo y pesar.
-¿Nos vamos? –susurró cabizbajo, con unas profundas y oscuras ojeras surcándole el rostro.
Ya no había alegría en su voz. La había cambiado por una monótona desgana. El hastío había invadido su vida y no pretendía abandonarle. Sus demonios asintieron y echaron a andar. Ni si quiera miró al cielo estrellado. ¿Para qué, si se había apagado la luz de su mirada? Y su estrella había muerto hace ya mucho.

Pero él no se acordaba. Había olvidado su promesa.

martes, 10 de diciembre de 2013

Hipocresía.

   Inspiras. Espiras. Es un método antiestrés. Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac. Siempre lo mismo. ¿Latidos del corazón o un maldito reloj de bolsillo? Qué más da. Al fin y al cabo no somos más que piezas, pequeños engranajes y tuercas que forman parte de esta sociedad.
   Suciedad.
   Escuchas sus risas. Esas risas estridentes que no suenan a nada, que están más que vacías. Y sus halagos sin valor alguno que sacan de una maldita página de internet. Sus palabras recién pronunciadas por sus lenguas ponzoñosas de víboras. Pájaras. Falsas. Hipócritas. Todas ellas y ellos. Jodida hipocresía, ni siquiera ellos se soportan.
   Mírales, como se ríen, aquellos que no han osado a abrir nunca su mente. Mírales, aquellos que no han tocado nunca un libro. Mírales, aquellos que no recuerdan ni su esencia cuando se miran al espejo. Mírales, fíjate bien, porque sus burlas caerán sobre ti.
   Recuérdale a él, que malgastaba y empeñaba sus días tirado en la cama. Él, que no soportaba sus miradas. Él, que cayó de lleno en su trampa, aquella de la que no pudo escapar, de la que nadie escapa. Él, que cambiaba sus euros por cromos cuando ellos ya lo hacían por porros y pasaban a mirarle raro. Él, que aguantó cada burla por no ser como ellos. Él, que prefería estar solo a rodeado de gente. Él, que lloró con la luz apagada cuando le pegaban por hacerlo cara a cara. Él, que recibió todos sus golpes sin ni siquiera un poco de ayuda. Él, que vivió para amargarse. Él, que no quería ser como ellos. Él, que cada vez que se miraba al espejo no podía estar orgulloso de sí mismo. Él, que acabó odiándose más de lo que lo hacían ellos.
   Y vosotros, capullos, ¿qué pensáis ahora? Jugáis a ser Dioses dentro de un maldito juego que se os escapa de las manos, que os viene demasiado grande. Manipuláis a la gente, las queréis hacer a vuestra puñetera imagen y semejanza, creyéndoos superiores, cuando no sois más que los esbirros de satanás. Vosotros, que lo convertís todo en una maldita secta. Vosotros, asesinos de ilusión, jugásteis a eliminar el color de sus rosadas mejillas, cambiarlas a enrojecidas soportando vuestros tortazos. Vosotros, malditos hipócritas, que os hacéis llamar personas, que hacéis daño con cada una de vuestras malditas palabras.
   Ahora. Ahora, ¿qué coño haréis? ¿Llorar su puta muerte como si fuera necesario? Malditos, no merecéis ni el más mínimo de los perdones. Jugásteis a ser poseedores de la vida, arrebatándosela a todo aquel que deseaba vivirla. Arrebatadle la ilusión y las ganas de vivir. Y luego exculparos de todo sonriendo, porque: "Joder, ¡fue culpa suya! El muy capullo decidió suicidarse en vez de echarle un par de huevos." Y qué mierda sabréis vosotros de valentías, sanguijuelas, que le chupastéis la sangre hasta dejarlo vacío. Cobardes, que huís a las sombras cuando el sol empieza a ponerse y no tenéis a donde ir. Hipócritas, que publicaréis en su muro frases de despedidas repletas de un falso dolor. Que saltó él al vacío, pero vosotros le colocásteis la soga al cuello.
   Ellos, malditos sean todos. Con sus sonrisas falsas, esperando a que seas descuidado para mandarte bien lejos. Ellos, faltos de humanidad, cuya moral deja tanto que desear. Si por lo menos tuviesen un corazón más grande, en compensación con su falta de cerebro... Y me pregunto cómo alguien puede amarlos. A aquellos hipócritas que se encargan de hacer tu vida más miserable de lo que podría ser ya de por sí. Me pregunto qué pasaría si el mundo fuese ciego. ¿A quién le importaría tu cara bonita entonces, pedazo de capullo? Dime quién te amaría si conversar con una maceta fuese más productivo.
   Pero supongo que de esto trata todo. De hipocresía.
   Por eso, tú, no tengas tus propios gustos. Déjate hacer y modelar a su maldita imagen y semejanza. Deja que te controlen y te adapten a su entorno, de malditos animales salvajes, cerebros en proceso inicial de evolución. Déjate de lado. Ódiate. Sí, ni tú mismo te soportes. No seas como él. No tengas ideas y gustos propios. Sé como ellos. Únete a sus risas vacías. A sus burlas contra alguien como él. Ódiale sin motivo alguno. Envenena sus ilusiones con tu lengua ponzoñosa. No intentes entender por qué esto es como es. No intentes entenderme a mí. No intentes entenderle a él. No intentes ayudarme a huir. No intentes salvar a nadie como él. No podemos salvar a nadie. Y mucho menos te intentes engañar. Ninguno de nosotros se salvará si seguimos como ahora.
   No te conviertas en él. Conviértete en ellos.
   Al fin y al cabo eres un engranaje más en su falso mundo perfecto.
   Y no queremos que los engranajes acaben rotos.
   Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac.

viernes, 25 de octubre de 2013

W.T.A.

Lo normal cuando empiezas a hablar sobre tu vida, es que primero empieces a hablar sobre ti. Es lo lógico, ya que tú eres el centro de tu vida. Pero a mí no me apetece hablar de mí. Me conozco lo suficiente como para empezar a hablar ahora de cosas banales y estúpidas que no llevan a ninguna parte, y también me desconozco lo suficiente como para no tener ni idea de cómo continuar. Pero tal vez esto sea también otra cosa banal e intrascendente, por lo que iré al grano. Os hablaré de él.
Nunca me había enamorado. No así, quiero decir. Tal vez puede, en un pasado, pero fue hace tanto que lo he olvidado y fácilmente podría confundirlo con otros sentimientos parecidos –aunque en realidad amor solo hay uno-.
Yo no le conocía, os lo puedo prometer. Se sentaba a mi lado en clases, porque era nuevo y no quedaban más sitios. Tan solo el que estaba al lado de mi pupitre. Porque a mí me gustaba sentarme sola, sin nadie más. Con la cabeza apoyada en el marco de la ventana y maldiciendo para mis adentros que en aquel día nublado no estuviese lloviendo aún. Will Thomas Andrew –sus padres se habían currado el nombrecito- entró por la puerta de la clase, con la mochila colgando de una única asa sobre su hombro derecho, con unos vaqueros oscuros y una camiseta de mi grupo favorito. Lo primero que pensé de él fue que tenía buen gusto musical. Lo segundo es que tenía unos ojazos marrones. Joder, qué ojos, y eso que eran marrones y ya sabéis, los ojos marrones no suelen ser bonitos. Siempre son simples y corrientes. Por eso me sorprendió que fuesen lo segundo que me llamase la atención de él. Unos ojos avellanados y poblados de largas y hermosas pestañas. Jodido capullo, qué envidia. Lo que habría dado yo por unas pestañas como esas, y él ni parecía percatarse de que las tenía. Pero sin embargo no me pareció mala idea que se sentase a mi lado. No ese día.
Al día siguiente llegué tarde a clase –como siempre- y lo encontré sentado en mi sitio. Avancé con rapidez y esquivando a los demás hasta pararme frente a él.
-Ese es mi sitio –le espeté.
Ni siquiera me miró. Se limitó a encogerse de hombros. Me gustaría poder decir que le obligué a cambiarse de sitio y a devolverme el mío. De verdad que me gustaría. Pero soy una cobarde. Encima su falta de interés que me descolocó de pies a cabeza. Arrojé la mochila sobre la mesa y me fui pisoteando el suelo con fuerza –si es que se le puede dar patadas al suelo-, furiosa. Aquel desconocido se había plantado en mi sitio y no me lo iba a devolver por las buenas. Pero le disculpé, porque tenía buen gusto musical.
Y sucedieron los días. Creedme si os digo que no le escuché hablar hasta mediados de Noviembre. Y había llegado en Octubre. Cuando le preguntaban se limitaba a asentir, negar con la cabeza o encogerse de hombros. Lo miraba tan a menudo que podía imitar sus gestos a la perfección. Incluso podía seguir su rutina. Llegaba, se sentaba, estiraba los hombros, ponía los ojos en blanco cuando entraban los canis de turno –aunque para ser sinceros, yo también lo hacía-, levantaba la mano cuando lo nombraban en la lista y se ponía a mirar por la ventana. Pero no miraba, yo lo sabía. Ponía esa mirada perdida que yo también tenía cuando ocupaba su lugar frente a la ventana. Estaba pensando, sabe dios en qué, pero tan solo estaba de cuerpo presente en clase. A mí también me gustaba pensar, pero desde que él había llegado interrumpía cada uno de mis pensamientos con su sola presencia. Joder, a decir verdad, era un verdadero estorbo.
Pero era divertido mirarle. A menudo –bueno, casi siempre- tenía el ceño fruncido, lo que le provocaba una pequeña arruga entre las cejas que, juro, me parecía adorable. Y lo más divertido de todo es que nunca había entendido esa estúpida frase de “estás muy mono/a cuando te enfadas”. Hasta que le conocí a él.
Pero ojo, no vayáis a pensar que era un prepotente, un arrogante y un borde. Era todo eso y más. Y con esto puedo sentirme especial y agito los puños al aire en señal de triunfo, porque solo era simpático conmigo. ¡Chupaos esa!
Bueno, la verdad es que eso no es del todo cierto. No hablábamos, pero tampoco me trataba mal. Simplemente mi presencia parecía no afectarle en absoluto, ni para bien, ni para mal. Esto en parte me reconfortaba, y por otro lado me hacía sentir inmensamente insignificante. Pero, ¿por qué? ¿Porque a un capullo egocéntrico se le cruzasen los cables ya mi sola existencia no tenía sentido? Pues sí. Al menos eso es lo que yo pensaba. Y ya sé lo que estaréis pensando, que menuda gilipollas y que baja autoestima. No voy a negar ambas cosas, ya que son ciertas. Pero no le conocíais –yo tampoco, pero ya me entendéis-, él tenía razones para ser así. Eran razones las cuales yo desconocía, pero sabía que existían. ¿Por qué si no alguien iba a malgastar su única vida en fruncir el ceño y poner cara de chino cabreado? Nadie, o eso espero.
Hasta que llegó el Gran Momento. Lo pongo en mayúsculas porque de hecho fue el Gran Momento. Es como cuando conseguís aquello que tanto esperabais un día cualquiera, y a partir de ese momento ese día pasa a ser El Día. ¿Me entendéis? Espero que sí, porque si no, no podríais entender la importancia que tuvo el Gran Momento. Ahora que lo pienso, podría haberle llamado El Día. Pero ya estaba demasiado usado.
Estábamos en clase de Castellano, y la querida profesora, como no tenía otra cosa que hacer, se puso a cotillear –o a intentarlo- nuestras vidas personales. Lo cierto es que fue muy gracioso. No podéis imaginar las cosas que cuenta la gente con tal de llamar la atención, y con eso me refiero a la edad a la que perdieron la virginidad, o si mantenían relaciones con su pareja, o cosas similares. No es que me escandalice eso, estamos en el siglo XXI, no soy una cerrada de mente. Pero, ¿contarlo abiertamente en la clase? No sé, me pareció un poco estúpido e incluso patético. Sobre todo porque se notaba que la mayoría lo único que habían mojado en la vida había sido la cama al hacerse pis. Y estaba segura de que muchos lo seguían haciendo.
Y claro, como era de esperar, le preguntó a él. Creo que algunos profesores estudian muchos años pero luego no tienen ni idea de nada, o al menos ella no parecía captar sus mensajes subliminales de “cállate de una jodida vez vieja arpía, no pienso contarte mi vida”. Por lo menos yo sí que los pillé. Pero no, ella seguía insistiendo e insistiendo. No os voy a contar qué le preguntó, porque de hecho no le prestaba atención a ella, si no que estaba ocupada maravillándome con las venas de sus brazos, que se hinchaban como la tía gorda de Harry Potter. Dios mío, qué sexy. No hay cosa más sexy que un chico al que se le marquen las venas, de eso estoy segura. Y por eso no la escuché, hasta que pronunció la última pregunta que le hizo.
-¿Y tienes al menos un amigo o algo? –seguía insistiendo.
Entonces él alzó la cabeza hacia ella, le miré a los ojos y sentí como si un agujero negro me engullese con fuerza. Qué tristeza, joder. Os juro que nunca había visto tanta tristeza en unos ojos marrones. En los colores claros sí, porque les cuesta más camuflarse, en cambio en los colores oscuros las lágrimas saben esconderse con rapidez tras una profunda cortina de indiferencia. Y lo entendí. No tenía a nadie. Me obligué a bajar la vista porque sentía un nudo en la garganta tan grande que me costaba respirar. Pronto empezaron los murmullos, pero la profesora los acalló con un fuerte golpe en el tablero de la mesa. Por fin, ojalá se pusiese a explicar y hablar de cosas que entiende y dejar a los demás en paz. Porque la mayoría de los profesores, o bueno, de todo el mundo, no entiende nada. Nunca entienden nada. Y una de esas cosas es cuándo callarse. O al menos cómo decirlo sin meter el dedo en la llaga. Joder, malditos ignorantes.
Seguimos dando clase, pero no prestaba atención. No podía parar de mirarle y sentir lástima por él. Y me odiaba por eso. Odiaba a la gente que sentía lástima por mí, como si no fuese más que un maldito perro herido tirado en la carretera que no puede salvarse a sí mismo. Ergo al sentir lástima por él, yo era como ellos. Y odiaba ser como ellos.
-Oye, yo… -empecé.
Ni si quiera sé por qué abrí la maldita bocaza. Me miró –algo extremadamente inusual, ya que pasaba de mí el noventa y nueve por ciento de las veces- y deseé no haber hablado. Lo que había creído que era tristeza en un principio, era en realidad vacío. No sé si lo habréis visto alguna vez. Es como si te quitasen todo el oxígeno de una patada. Como si una garra helada te estrangulase el corazón. Algo parecido a enamorarse, pero a su vez todo lo contrario. Como si perdieses lo que más amas. Lo sabía, conocía bien esa mirada. Yo misma tenía que hacerle frente todas las mañanas frente al espejo. Pero la gente no se percataba de esos detalles. La gente nunca se daba cuenta de nada. Pero debía disculparles. Yo también tenía los ojos marrones.
El problema, es que al igual que yo pude ver el vacío de su ser –sí, de su alma- él pudo ver la lástima reflejada en mi rostro. Y no le gustó. Para nada.
-¿Qué? –Me espetó con más dureza de la que le creía capaz.
-Esto… yo… lo siento –las palabras se atropellaban en mi boca.
Aparté la vista de él y abrí con rapidez los libros y la libreta, esperando que se olvidase de mí. Pero como buena patosa que soy, mi libreta cayó al suelo entre un revuelo de folios emborronados. Él bajó la vista hacia ellos, pero yo no pude. Sabía lo que contenía esa libreta, y notaba como se me subían los colores a una velocidad tal que incluso me mareé.
<<No los cojas, no los cojas, no los cojas>>, supliqué interiormente <<¡Mierda!>>
Se irguió en su asiento con uno de mis dibujos en sus manos. Frunció el ceño mientras lo examinaba. Sabía cuál estaba mirando. Se transparentaba con la luz que entraba por la ventana. Aguanté la respiración durante un tiempo que me pareció eterno. Mis otros dibujos seguían en el suelo junto a mi libreta, y deseaba cogerlos, porque la gente de atrás empezaron a removerse, inquietos, para poder verlos con más claridad. Pero no podía moverme. Esperaba impaciente alguna reacción por su parte, pero no sucedía nada. Inspeccionó el dibujo detalle a detalle durante varios minutos.
-¿Debería sentirme alagado porque me elijas como modelo para tus dibujos, o preocupado ya que podrías ser una especie de psicópata obsesionada conmigo? –Preguntó, aún mirando el papel.
No me lo pude creer. Esperaba que se hubiese burlado, que hubiese puesto los ojos en blanco o incluso había rozado la posibilidad de creer que tal vez hubiese podido decirme alguna especie de cumplido. Pero desde luego no esperaba que me acusase de psicópata.
-Si no te gusta puedes devolvérmelo –le espeté. No iba a dejar que me humillase, no él.
Hizo un ruidito con la boca que me desconcertó por completo. Se estaba riendo.
-Yo no he dicho que no me guste –respondió.
En ese momento me di cuenta de que tenía una voz muy dulce. Persuasiva. La típica voz de la que tus padres te piden que te alejes cuando el propietario te ofrece un caramelo a la salida de la escuela. Me estremecí.
-¿Puedo quedármelo? –me preguntó, esta vez con suavidad.
Hablaba arrastrando las palabras de una forma que, realmente, le daba un toque extremadamente sexy.
Asentí con rapidez. Dios mío, por mí, podía quedarse todos los dibujos que quisiese. Esto me recordó que los demás estaban en el suelo, así que me agaché con rapidez y los recogí del suelo justo en el momento en que la sirena anunciaba el final de clases y la vuelta a casa. Ordené –bueno, puse rectos- los dibujos dentro de la libreta y lo guardé todo en la mochila mientras los demás salían disparados hacia la salida. Me eché a un lado para que pudiese pasar, esperando a oír el ruido de sus zapatillas al caminar, como hacía siempre. Pero no salió del aula.
-¿Tienes más dibujos como ese? –Aventuró, sobresaltándome, a pesar de saber que estaba no muy lejos de mí.
Me giré, con los alborotados cabellos cayendo sobre mi frente. Los aparté con una mano, pero no respondí. Estaba apoyado contra una mesa, un par de metros más allá, con su mochila colgando, como siempre, de un asa de su hombro derecho. A decir verdad tenía una buena espalda, como la de los nadadores. Anchos hombros y cintura estrecha.
-O más dibujos, en general –continuó.
Asentí, pero no hacía falta. Él ya sabía de sobra que tenía más dibujos, los había visto. Pero por alguna razón que yo desconocía, le gustaba picarme.
-Genial –mostró una sonrisa torcida, me estaba derritiendo-. Porque la verdad es que dibujas muy bien, que lo sepas. Y –se sacó mi dibujo doblado por la mitad del bolsillo del pantalón y lo miró- me has sacado muy guapo.
Me sonrojé, pero intenté aparentar indiferencia.
-Es un dibujo realista –alzó la mirada hacia mí, que a pesar de sonreír, seguía estando vacía-. Eres muy mono.
Otra vez esa risita extraña. Aunque por ello no dejaba de ser bonita. Giró el dibujo y lo alzó, de manera que yo pudiese verlo. Pero yo ya me lo conocía a la perfección. Era el dibujo que más trabajo me había dado.
En él aparecía un chico de unos diecisiete años, con la cabeza inclinada y el ceño fruncido, mirando a un punto perdido. Tenía los ojos avellanados, castaño oscuro, largas pestañas, cejas no muy pobladas –gracias a Dios, un chico que no parece tener dos yetis acostados encima de los ojos- y los labios finos y oscuros. La tez morena, ya que el dibujo estaba a color. El pelo negro y algo largo, con el flequillo echado hacia arriba, pero no demasiado, no llegaba ser una cresta, y un remolino justo en el lado izquierdo. Me hubiera gustado sacarlo sonriendo, pero como nunca le había visto sonreír, podría haber superado mis expectativas, y aquello se suponía que era un dibujo realista. Pero si la hubiese dibujado después de verla, habría dibujado una sonrisa torcida, con los dientes tan bien colocados que decían a gritos que habían llevado unos aparatos no mucho tiempo atrás. Con un hoyuelo marcado en el lado derecho, la parte por la que sonreía. Una sonrisa que habría derretido a cualquiera. Pero a decir verdad, no era guapo del todo. Tenía una nariz aguileña no muy marcada que la gente habría tachado de imperfecta en ese rostro que a mí me parecía perfecto. Pero ya sabéis lo que dicen. La belleza está en los ojos del que mira. Y él era muy mono, tanto que deseaba estrecharle entre mis brazos, cosa extraña y alarmante, ya que odiaba abrazar a todo el mundo.
-¿Qué opinas? –Dijo rompiendo el hilo de mis pensamientos.
-En mi humilde opinión –empecé, y esta vez fui yo la que sonreí al ver un amago de sonrisa en su rostro-, es clavado a ti.
Asintió y guardó el dibujo de nuevo en su bolsillo. Se levantó y se dirigió hacia la salida. Se paró en la puerta y giró la cabeza hacia mí.
-¿Vienes?
-¿Adónde? –Le pregunté a su vez, desconcertada.
-A enseñarme tus otros dibujos, ¿qué si no? –Respondió, como si fuese la cosa más obvia del mundo enseñar tus dibujos personales a un completo desconocido- Vamos, que no tengo todo el día –resopló.
Echó a andar y lo perdí de vista. A decir verdad no era un completo desconocido, y se lo debía por medio acosarle con dibujos. Suspiré, me encogí de hombros para mí misma, cogí mis cosas y le seguí.
Y desde aquel momento, fue como volver a nacer.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Jack Frost 2.

300 años después.

Levanto la vista del suelo y observo a mi alrededor. Hay un montón de gente en la calle, observando, sacando fotos, o simplemente jugando con la nieve. Con  nieve.
Estiro los brazos por encima de la cabeza y la capucha de la sudadera me resbala por el pelo. Estamos a mediados de Abril, y la gente está muy sorprendida de que nieve, incluso aunque estemos en París. Pascua está a la vuelta de la esquina. Reprimo una sonrisa. Bunny tiene que estar que echa humo. ¡Que le jodan! Ese conejo malhumorado y cascarrabias se lo tiene muy creído. Además, un poco de nieve nunca viene mal, ¿no?

Desvío la mirada hacia un gran reloj que cuelga en una oficina. Ya casi es la hora. Doy saltitos de emoción e intento centrarme en otra cosa. Ah, la Torre Eiffel, tan visitada como siempre. Sería divertido decirle a alguno de estos listillos que yo la vi en construcción. Pagaría cualquier cosa para ver la cara que pondrían.
La veo llegar cuando ya va por mitad de la calle. Me atuso el pelo con rapidez y me sacudo la sudadera con brío. No me hace falta mirarme a ningún espejo. Yo siempre estoy perfecto. Vuelvo a mirarla. Ha crecido mucho desde el año pasado. Se ha dejado el pelo crecer, y lo tiene más pelirrojo y ondulado aún. Con los ojos verdes brillantes, como si hubiese estado llorando, pero yo sé que no lo ha hecho. Sus ojos son así. Brillantes, grandes, como la luna. ¡Me recuerda tanto a ella! Tiene una sonrisa blanca y tímida, que me dan ganas de besar una y otra vez. Los labios finos, acabados en una perfecta curva, que dan la sensación de estar siempre sonriendo. La tez pálida y surcada de pecas. No es guapa. He visto chicas guapas, son las que salen en las revistas. No, ella es bonita. Una belleza delicada que solo un artista es capaz de apreciar. Con un cuerpo ligeramente sinuoso y algo bajita. Oh, si la pudierais escuchar reír. Suena como si cientos de cascabeles compusieran una canción simple y alegre, pero hermosa al fin y al cabo, solo para ella. Y si la escuchaseis hablar, con esos gestos tan graciosos que hace con la cara y las manos. ¡Y cómo se expresa, madre mía! Podría pasarme horas y horas escuchándola hablar, solo por el placer oírla. Oh, dios, ¡ya viene!
Se dirige hacia mí, y se sienta en el banco en el que momentos antes yo estaba sentado.
-Hola –saludo con una sonrisa-. Me llamo Jack Escarcha.
Pero como todo el mundo, ni me ve, ni me oye. Sacudo la cabeza. Le he dado muchas vueltas y no, no puedo rendirme a la primera. Tengo que insistir. Tiene que verme. Me agacho y recojo un poco de nieve del suelo, formando una pequeña bola de nieve. Alzo el brazo y la tiro contra el árbol que se encuentra a su lado. Se sobresalta y mira a todas partes, intentando encontrar al culpable. Pero nadie parece prestarle atención. Extrañada, sacude la cabeza y saca el móvil. Me atrevo a echar un vistazo por encima de su hombro. Ni mensajes ni llamadas nuevas. Me muerdo el labio inferior.
Ayer la vi por primera vez en un año. Es de Escocia, pero su familia es de París, por lo que vienen todos los veranos aquí de vacaciones. La primera vez que la vi debía tener unos ocho años. Incluso desde tan pequeña era bonita. Siempre me ha parecido una chica adorable, con su pelo rojizo agitándose al compás del viento. Recuerdo una vez, que mientras hablaba con una amiga suya, se quejó de que siempre que venía a París en verano, nevaba. Decía que venía buscando sol, no esto. Me sentó como si alguien me hubiese dado una patada en el estómago. Al año siguiente no aparecí. Y al otro estuve a punto de no hacerlo, pero tuve una corazonada, y pensé que no perdía nada por volver y echar un vistazo. Me alegré de hacerlo. En cuanto el primer copo de nieve aterrizó sobre su suave cabello, sonrió de par en par, y la escuché susurrar: <<Por fin has vuelto. Te echaba de menos>>, se lo decía a la nieve, claro está. Pero imaginar que pudiese susurrarme esas palabras al oído, fue como un regalo caído del cielo. Debía de haberse acostumbrado tanto a la nieve en París, que la echó de menos ese año. O tal vez notó mi ausencia. Sacudo la cabeza. No, ella no sabe que yo existo.
Y ahora ha venido por asuntos personales. Se lo escuché decir a sus padres el verano pasado, y vine aquí con la esperanza de que no hubiesen cambiado de planes. Tal y como me esperaba, la encontré en la pequeña buhardilla de la casa de sus abuelos en la que se aloja cada vez que viene. Pero no entré, la observé a través de la ventana, y escuché con atención a su conversación telefónica.
-Yo también te he echado de menos, André –decía con un casi perfecto acento francés-. Sí, sé que ha pasado mucho tiempo… No, claro que no te he olvidado, cielo.
Tragué saliva. Sabía quién era ese tal André, un capullo francés repipi. Vamos, su ex. Se han visto todas las veces que ella ha venido, pero nunca han llegado a establecer una relación seria. Más que nada, porque él no le hace apenas caso. En cuanto se aburre de ella es un adiós muy buenas, ya nos veremos otro día. Pero es que encima el cabrón está bueno. ¿Veis por qué le tengo tanto asco a ese capullo? Y ella no es que ayude demasiado volviendo a caer en su trampa, una y otra vez. Eso me revienta, porque ella es inteligente. Ella no tendría que sufrir por gente así.
-Por supuesto que quiero verte… -seguía diciendo-. ¿Mañana a las seis? Perfecto… Claro, sí, nos veremos donde siempre… Yo también te quiero, André… Otro beso para ti.
Colgó y empezó a dar saltitos de alegría por toda la habitación. Golpeé, furioso, el cristal de la ventana con un puño. ¡Ella tendría que estar rebosante de felicidad por mí, no por él! Se giró, sobresaltada, y se acercó a la ventana. Unas líneas de escarcha la recorrían como si de grietas se tratasen. Abrió la ventana y dejó pasar el frío viento que traía conmigo. Me coloqué de pie en el alfeizar, de cara a ella, a escasos centímetros de su rostro. Notaba su aliento golpeando en mis mejillas.
-¿Por qué no me ves? –Susurré con abatimiento-. Necesito que me veas… Quiero existir para ti.
Pero no dio muestras de haberme oído. Cerré los puños con fuerza e ira, y de una patada en la pared me impulsé y me marché volando. ¿No quería verme? Bien, yo haría que quisiese hacerlo. Y empezaría yendo a su cita con el payaso de André.

Ahora mismo esa idea me parece una estupidez. ¿En qué estaba pensando? En ella, claro. Y en mí. En ambos, juntos. Maldita sea, soy un jodido egoísta. No tendría que estar aquí. No tendría que fastidiarle a ella sus planes, su vida. Yo no formo parte de ella.
Sacudo la cabeza y me doy la vuelta. Aún estoy a tiempo de marcharme, antes de hacer ninguna estupidez. Hasta que me topo frente a frente con un querido amigo. Jodido André.
-¡Hey, Adaira! –La saluda con una enorme sonrisa.
Pasa a través de mí –será maleducado el jodido franchute- y corre hacia ella. Adaira salta en sus brazos y dan vueltas a la vez que se abrazan. Siento un nudo en el estómago y me obligo a apartar la vista de ellos. Yo tendría que ser quien la abrazase así, no él. La deposita con suavidad en el suelo y la besa. ¡No aguanto más! Me agacho y recojo un puñado de nieve. Alzo el brazo, dispuesto a lanzárselo, pero una conocida voz me detiene.
-¡Eh, tú, golfillo! ¿Qué se supone que estás haciendo?
Aprieto los dientes y bajo el brazo. Respiro hondo y me giro en redondo.
-¡Bunny! –Saludo con una enorme e inocente, pero falsa sonrisa-. Qué sorpresa, ¿qué te trae por aquí?
Se sorprende por un momento, pero se recompone con rapidez y me apunta con un dedo acusador.
-¡Tú!
Me apoyo en mi bastón con expresión despreocupada y una sonrisa de pillo en la cara.
-Claro que soy yo. ¿Otra vez has comido esas zanahorias que hacen los hippies? Deberías saber que llevan…
-¡Tú! –Repite con una mueca de ira-. ¡¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?!
Alzo las cejas y finjo sorpresa.
-Pues estar. ¿Acaso tengo vedada la entrada a París? Ni que fuese el Polo Norte.
Aprieta los puños una y otra vez. Si esto fuese una película le saldría humo de la nariz y las orejas. Contengo una risita. Está muy cabreado como para hacerlo enfadar más. Respira hondo para tranquilizase y murmura unas palabras para sí que no alcanzo a oír.
-¿Sabes qué día es hoy? –Pregunta con lentitud, arrastrando las palabras.
Escucho a los dos tortolitos besarse detrás de mí, pero no les presto atención e intento centrarme en nuestra conversación.
-¿Lunes? Debe ser lunes, porque es un día de mierda y da la casualidad de que todos los lunes lo son. Aunque, -añado para mí- en realidad, todos los días lo son.
-No me interesa tu opinión sobre los días de la semana, crío ignorante –espeta enfurecido-. Dentro de una semana es Pascua y tú estás pululando por aquí, vete tú a saber por qué, congelando las tuberías y dejando nieve a tu paso.
Me balanceo contra el bastón y me observo las uñas de las manos con aspecto aburrido.
-Sí, es lo que hago yo –contesto con indiferencia- ¿Acaso has olvidado qué es lo que haces tú, canguro?
Abre mucho los ojos y puedo ver perfectamente como se le hinchan las aletas de la nariz.


-¡¿Canguro?! –Grita indignado-. ¡Soy un conejo! Un maldito conejo, ¡entérate de una vez, crío insolente!
Se abalanza sobre mí, pero yo soy más rápido y lo esquivo con una risa.
-Fíjate, yo creía que los conejos eran más rápidos –juego a picarle.
Rechina los dientes con fuerza y se prepara para saltar de nuevo sobre mí, pero le detengo alzando la vara y colocando la punta sobre su cuello.
-No tan rápido –le advierto-. ¿Qué es lo que quieres?
-¿Que qué es lo que quiero? –Estalla-. ¡Que te marches de aquí, eso es lo que quiero!
En ese momento Adaira, que había estado haciendo manitas con André, suelta un estridente chillido y me vuelvo hacia ella con rapidez, olvidando a Bunny y nuestra estúpida discusión.
-¡Ay, André! –Dice entre risas-. Me has hecho daño.
André le sonríe con picardía y vuelve a morderle en la mejilla. Aprieto los puños con fuerza alrededor del bastón. <<Sigue así, André, y te daré una paliza>>, pienso. Bunny interrumpe mis pensamientos.
-Eh, tú, camorrista, te he dicho que te marches.
Suspiro con exasperación y me vuelvo hacia él.
-Lo siento -respondo, arrastrando las palabras-, pero eso no va a ser posible en este momento.
-¿Que no va a ser…? –Empieza, pero entonces se percata de la presencia de Adaira y André y un brillo aparece en sus ojos-. Ah, así que es ella…
Me enderezo con rapidez y le observo con suspicacia.
-¿De qué me estás hablando?
Alza la barbilla y señala a Adaira.
-Esa chica –responde simplemente-. Corre el rumor por ahí de que estás coladito por una, chaval. Y fíjate por donde… es ella.
Entrecierro los ojos y le observo con irritación.
-No sé de qué me estás hablando. Yo solo estoy enamorado de mí mismo.
-Ah, ¿sí? –Sonríe mostrando todos sus dientes-. Pues parece que alguien ha ocupado tu propio puesto, señorito súper-ego.
No respondo, si no que me limito a observarle mirándole a los ojos, fulminándole con la mirada. Se da cuenta de que no voy a contestar y cambia de táctica.
-Mira, Jack. No soy tu enemigo ni nada de eso, de hecho, creía que éramos amigos –Se detiene y suspira, parece que lo dice en serio-. Y por eso te voy a dar un consejo.
Le dedico una mueca de desdén como toda respuesta, pero él no se da por vencido.
-Nosotros nacimos para amar, sí, pero sólo lo que nos corresponde. Y ellos nacieron para amar lo que les llega de nosotros. Pero eres un guardián, y los guardianes no podemos ser amados –bajo la mirada, no quiero que siga hablando-. Por eso, cuando tienen la madurez suficiente, dejan de vernos. Porque una persona con una mentalidad razonable y madura no puede creer en gente como nosotros. Por eso, simplemente, no pueden amarnos.
Cierro los ojos. No le creo. Me niego a creer que ella nunca vaya a amarme. Que nunca vaya a imaginar mi sola existencia. Me niego. ¡Me niego!
Bunny se ha ido acercando a mí, y ahora coloca una mano –mejor dicho una pata- en mi hombro para confortarme.
-Márchate, chico –susurra y alzo la vista hacia él-. Ella ya tiene a alguien. Eso solo te hará sufrir más a ti. Hazlo, no por mí, sino por tu bien. El amor puede llegar a enloquecernos más que cualquier enfermedad. Hazme caso, y márchate.


Le sostengo la mirada en silencio durante unos minutos, intentando asimilar sus palabras. No gano nada quedándome, eso es cierto. Pero, ¿acaso gano más marchándome? Dios mío, estoy hecho un lío. Finalmente, dejo caer los hombros, en señal de rendición.
-Está bien, Bunny –murmuro con tristeza-. Me marcharé. Disculpa las molestias.
Parece sorprendido –seguramente pensaba que le iba  a mandar al cuerno- pero asiente y me aprieta el hombro en señal de consuelo. Se aleja unos pasos de mí y patalea el suelo, donde se abre un profundo agujero en el cemento. Antes de saltar me mira por última vez.
-Ánimo, chaval –me dice con una sonrisa-. Lo superarás. No por algo eres el guardián de la alegría.
Le dedico una media sonrisa que espero que resulte convincente, y salta por el agujero. Ambos desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.
Resoplo con lentitud y me vuelvo hacia la parejita. Con tanta cháchara, no me había dado cuenta de que están discutiendo en voz baja.
-Ay, André, que te he dicho que no –le dice ella mientras le agarra la mano que él intenta meter bajo su falda.
-¿Pero por qué? –Pregunta él, con picardía-. Si no se va a dar cuenta nadie, venga…
-Que te he dicho que no. ¡Ay!
Él la empuja y se pone en pie, furioso.
-¡¿Entonces, para esto me traes aquí, puta calienta…?!
-¡André! –Le grita ella antes de que termine la frase.
Ah, no, ¡esto sí que no! Puedo tolerar que la bese –bueno, no- pero lo que no pienso dejar pasar es que la fuerce a hacer algo que ella no quiere, ¡y mucho menos hablarle de esa forma! Formo una dura y helada bola de nieve en mi mano y la lanzo con todas mis fuerzas sobre su cabeza. Suerte que tengo buena puntería.



 Se vuelve hacia todas partes, desconcertado, pero no ve a nadie que haya podido atacarle. La mira, furioso.
-Zorra –escupe con rabia.
Y echa a andar con rapidez, esquivando a la gente o golpeándoles para apartarles de su camino.
-¡André! –Le llama, pero no puede oírla.
Emite un pequeño sollozo y varias lágrimas ruedan por sus mejillas. Me acerco con rapidez a ella e intento limpiárselas de la cara. Pero es inútil. No puedo tocarla.
-No llores –pido-. Por favor, no llores.
Se deja caer sobre el banco y se cubre la cara con las manos, sollozando.
Inspiro con ira. ¡Maldita sea! No puedo marcharme ahora, no puedo dejarla así. Me siento a su lado y trato de acariciarle el pelo.
-Si pudieses escucharme –susurro-. Yo nunca te haría eso. Yo nunca te haría daño. Solo quiero hacerte feliz… solo quiero estar contigo.
Sin darme cuenta, ha empezado a nevar. Sin que yo lo quiera. La nieve cae como las lágrimas por su cara. Como las mías propias. Abro mucho los ojos, sorprendido y asustado. Hace mucho tiempo que no lloraba. De hecho, ni si quiera recuerdo haber llorado nunca en esta vida. Alzo la vista al cielo. Ya ha oscurecido, y la luna asoma tímida por entre las nubes. Me irgo y la señalo con furia.
-¿Por qué me haces esto? –grito-. ¿Por qué me convertiste en esto? ¿Acaso no merecía una vida? –Las lágrimas se cuelan entre mis labios, pero no me importa. Ya no sé si lloro de rabia, o impotencia. Tal vez ambas cosas-. ¡¿Acaso no merecía ser amado, no he pasado ya suficiente?!
Pateo el suelo con furia. No es justo, no es justo. Agarro el bastón y lo alzo en alto.
-¿Ves esto, Luna? ¡Ya no lo quiero! –Grito-. ¡Ya no quiero nada de esto! Renunciaría a todo lo que soy por ser normal. ¡Por ella!
Intento partirlo por la mitad, pero está muy duro. Sin embargo no me rindo y tiro con todas mis fuerzas. Entonces un destello me ciega por unos segundos y caigo de bruces al suelo. Respiro con dificultad. Es como si alguien me hubiese pateado las costillas. Me acurruco en el suelo, y dejo que las lágrimas salgan a sus anchas. Ya no me importa. Ya no me importa nada.
Permanezco así lo que me parecen horas, sin percatarme de lo que sucede alrededor. Pero entonces, escucho mi nombre.
-¿Jack? –Suena tímido y dulce, como si fuese algo difícil de pronunciar, o algo que no debería estar ahí.
Alzo la cabeza y la observo entre mis cabellos plateados alborotados. Es ella. Me está mirando. Dios, dios. Me está mirando.
-Jack, ¿estás bien? –repite con preocupación.
Alarga una mano hacia mí y la imito, temblando de arriba abajo. Y la toco. ¡Puedo tocarla! Nunca me habría imaginado su tacto así, tan suave, frío. Como la nieve. Me incorporo con lentitud y la miro.
-Jack –Pronuncia de nuevo.
Y en su rostro puedo ver, ¿una sonrisa, tal vez?
    <<Jack.>>

domingo, 1 de septiembre de 2013

Jack Frost 1.

Oscuridad. Eso es lo primero que recuerdo. Estaba oscuro, hacía frío, y tenía miedo. Abrí los ojos, sensibles a la luz, y di una profunda bocanada de aire, llenando mis pulmones, desatando el nudo opresivo que sentía en mi pecho. Había una luz, brillante y enorme. Pensé que había llegado mi final, que aquello era lo que la gente decía que veía después de la muerte. Pero entonces… entonces vi la luna. ¡Era enorme y brillaba un montón! Parecía que ahuyentaba a la oscuridad. Y cuando la oscuridad se fue, dejé de tener miedo.
   Me sentía flotar, flotar en aquel inmenso lugar, que estaba lleno de árboles y de nieve, había nieve por todas partes. Pero ya no sentía frío. Ni miedo. Bajé la vista hacia el suelo, pero se encontraba a varios metros por debajo de mí. No me equivocaba, ¡estaba flotando de verdad! Y empecé a descender, con cuidado, como si una gran mano invisible me hubiese colocado con delicadeza sobre el suelo, con cuidado de no romperme. Cuanto toqué el frío hielo que cubría la laguna, me di cuenta de que no tenía zapatos. ¡Iba descalzo y no tenía frío! Notaba el hielo bajo las plantas de mis pies, firme pero a la vez frágil, capaz de romperse de un momento a otro. ¡Y ni ahí tuve miedo!
   Alcé las manos y las observé como si fuese la primera vez, palpándome la cara, extrañado. Y abrí mucho los ojos. Yo mismo estaba frío. No, frío no, ¡helado! Y, ni aún así, conseguía sentir el frío de mi exterior, ni que me afectara el de mi propio cuerpo.
   Qué hacía yo ahí y cuál era mi misión, es algo que nunca he sabido. Y a veces me pregunto si algún día lo sabré. Pero alcé la vista a la luna, y todas mis dudas desaparecieron por unos gloriosos instantes. Oh, si la hubieseis visto aquella noche, estaba hermosa. Era enorme, y brillaba, y parecía que sonreía. ¡Parecía hablarme a mí!


  Intenté caminar, con cuidado, sabía que el hielo no era de fiar y que podría romperse y, en ese caso, acabar con todo aquello para siempre. Pero no sucedió nada. En su lugar, casi me resbalé cuando tropecé con un palo alargado. Lo miré con recelo. No, no era un palo. Era un bastón. Lo agarré con cuidado, y en cuanto mis manos tocaron la delicada y tallada madera, una blanca y brillante escarcha como la luna lo cubrió por completo. ¡Qué susto me pegué! Lo dejé caer contra el hielo, pero al golpear contra él sucedió una cosa muy extraña. 


El hielo se llenó de escarcha. De fría, delicada y hermosa escarcha, que daba vueltas y formaba dibujos hermosos sobre el suelo. Observé el bastón, maravillado, y corrí hacia unos árboles. Quería ver si funcionaba de verdad. ¡Y funcionó! Nada más rozar la punta de aquel bastón contra la corteza del árbol, una escarcha floral lo rodeó. Lo imité con el siguiente. ¡Funcionaban, había escarcha!


   Solté una exclamación de asombro y di saltitos de emoción en el sitio. Y riendo, patiné por el suelo, con facilidad, deslizándome por el hielo a la vez que arrastraba el bastón por él. La escarcha aparecía a montones, uniéndose entre ellas, formando hermosas volutas que decoraban la superficie de aquella vieja y helada laguna. Corría, riendo, saltando, repleto de felicidad y emoción, formando espirales de escarcha a mi paso. ¡Oh, era tan hermoso, tan hermoso! La escarcha era blanca, impoluta, y brillaba muchísimo, de un tono mágico. Sí, era tan mágico.


   Entonces una corriente de viento me hizo ascender, y floté, como había hecho antes. La sensación era tan maravillosa, tan mágica, que no podía creer que hubiese existido un momento de mi vida en el que me encontrara tan feliz. Podía contemplar mi obra desde ahí arriba, y era más hermosa y maravillosa aún. Aún me faltan palabras para describir aquello. No podía parar de reírme, ¡estaba eufórico! Y, súbitamente, tal y como había llegado, acabó.
   Empecé a caer en picado, golpeándome con las ramas desnudas de los enormes árboles, rompiéndolas, haciéndome daño. Sí, podía sentir dolor. Pero caí sobre una gruesa rama, situada a varios metros del suelo. Me agarré a ella con fuerza, pero no volví a caer. ¡Incluso después de aquello no podía parar de reírme! Miré a mi alrededor, y las luces de un pueblo me llamaron la atención. No estaba muy lejos, podía ver los tejados de las casas desde allí. Con cuidado, me puse en mi pie, y medité la idea. Volví la cabeza hacia el suelo, hacia la laguna. La escarcha seguía allí, no parecía querer irse, ni volverse hielo. Permanecía intacta, tal y como había llegado. ¡Debía mostrárselo a los demás! Era tan maravilloso, que la gente no podía perderse aquello, debían verlo. Así que sin pensármelo más, salté de aquel árbol y floté de nuevo, torpemente, sobre la corriente de aire. Y volé.
   Aterricé forzosamente sobre el suelo de la aldea –me caí varias veces, para qué ocultarlo- con la capa sobre mi cabeza, dando una imagen bastante absurda y cómica. Me erguí con rapidez y orgullo, esperando que nadie se hubiese percatado de ello. Gracias al cielo, nadie lo hizo. Estaban todos ocupados en sus cosas. Era ya de noche, y varias hogueras dispersas por la aldea iluminaban las viejas casas de madera tenuemente. Pero a mí no me hacían falta, podía ver perfectamente en la oscuridad. Todos vestían con ropas sencillas, de la época, abrigados frente al invierno. Varios niños correteaban entre las hogueras, pero no tenían miedo de ellas. Me reí, contagiado por su entusiasmo, y recordando lo que había venido a hacer.
   -¡Hola! –saludé con alegría a una mujer que pasó por delante de mí.
   Pero ella no pareció oírme. Sacudí la cabeza y fui a saludar a otra persona, pero esta también me ignoró. Lo intenté con unos cuantos más, pero uno pasó de largo por mi lado y los otros siguieron con su aburrida conversación como si no existiera. En ese momento un niño se acercó corriendo hacia mí, persiguiendo a un pequeño perro. Me agaché y le dediqué una sonrisa amable.
   -¡Ah, perdona! –dije mientras alzaba una mano para detenerle-. ¿Puedes decirme dónde estoy?
   Pero el chico no se paró.
   No tuve tiempo para reaccionar, pero tampoco me hizo falta. El niño me atravesó como si nada. Me levanté con rapidez, asustado, y me llevé la mano al pecho, respirando agitadamente. Volví la vista hacia el chico, que seguía corriendo tras el perro, como si nada hubiese pasado. Miré a mi alrededor, con los ojos como platos, y empecé a retroceder, mudo de terror. En mi camino me tropecé –o mejor dicho atravesé- con tres personas más. No podía creerlo, aquello no podía estar pasando. Tragué saliva.
   -¿Hola? –grité, con la esperanza de que alguien me oyera-. ¡¿Hola?!


   Pero nadie lo hizo. Nadie volvió la cabeza hacia mí, nadie dio muestras de haberme visto, escuchado o incluso percatado de mi presencia. Yo no existía para ellos. <<Pero yo sí existo, ¿no?>>, pensé con inquietud. Me llevé de nuevo la mano al pecho. Sí, yo estaba allí. Pero aquella gente no parecía verme.
   Me di la vuelta, contrariado, sin parar de mirar hacia atrás, y salí de aquella aldea, para no volver jamás.
   Me llamo Jack Escarcha. ¿Que cómo lo sé? Me lo dijo la luna. Pero eso fue lo único que me dijo. Y eso fue hace mucho, mucho tiempo.