domingo, 19 de mayo de 2013
Cioccolato.
El sonido del agua al chocar contra las rocas fluye ligero y suave por el aire, al igual que el agua por el pequeño arroyo. A esto se le une el dulce canto de los pájaros y de los grillos. Una gran arboleda discurre a ambos lados del arroyo, sus copas son altas y tapan ligeramente la luz del sol. El aire es puro y respiro hondo varias veces, llenando los pulmones y librándolos de la contaminación del aire de la ciudad. Sopla una fresca brisa que agita levemente las hojas y las ramas de los árboles más pequeños.
Me recuesto en la rama y apoyo la espalda contra el tronco. Inclino la vista hacia el suelo y calculo la altura a la que me encuentro. ¿Dos, tres metros tal vez? No tengo ni idea, pero seguro que si me caigo me haré bastante daño. La corriente de aire aumenta y me revuelve los cabellos. Me obligo a apartármelos de la cara cuando se me pegan en el cuello y se me meten en la boca. El rocío de la mañana de salpica las mejillas y me seco con la manga de la camiseta. Tengo sueño, pero no me quiero ir. Me ha costado mucho subir hasta aquí. Además, me gusta estar aquí. Se respira paz y tranquilidad.
Bajo los pies y dejo las piernas colgando mientras las balanceo. Me ruge el estómago. Tengo hambre. Una rama cruje sobre mí y alzo la vista. Michael está bocabajo, con las piernas enganchadas a una gruesa rama y el cuerpo colgando bajo ella. Sostiene una bolsa de Lacasitos y me la ofrece.
-¿Quieres? -Pregunta mientras se mete uno en la boca. Debe ser difícil comer bocabajo.
Asiento y alzo una mano para agarrar la bolsa. Cojo un puñado y me los meto en la boca. Sonrío interiormente de placer. Chocolate.
-Dame un poco -pide mientras se chupa los dedos.
Le observo con diversión. Ahora mismo da una una imagen bastante absurda, con su largo pelo azabache alborotado y tendiendo al suelo. La camiseta se le baja ligeramente, dejando al descubierto parte de su vientre plano. La tenue luz del sol se refleja en su morena piel, y le da un tono más profundo. Lo mismo sucede con sus ojos, pequeños y proporcionados, de color miel a la luz del sol.
Suelta un quejido.
-¿Me lo das ya? -suplica, poniendo voz infantil.
Río levemente y alargo el brazo para dárselo. En el momento en que coge la bolsa, nuestros dedos se tocan y me ruborizo. Ha sido muy poco, casi un roce, pero ha bastado para hacerme enrojecer. Desvío la vista rápidamente e inclino la cabeza hacia otro lado.
Hay algo moviéndose en el suelo que me ha llamado la atención. Entrecierro los ojos para ver mejor y me doy cuenta de que no es más que una pequeña ardilla. Rebusca entre los matojos de hierba algo de comida, desesperada. Frunzo el ceño.
-¿Las ardillas pueden comer chocolate? -Pregunto sin mirarle.
-Mmmm, no lo sé, pregúntale tú.
-No hablo ardillo.
-Kuzco sí -responde con risa contenida en la voz.
-Kuzco no -contradigo.
-Que sí.
-Que no -niego, convencida.
-Que sí.
-Que no, que el que hablaba ardillo era su amigo Kronk -explico.
Suelta una carcajada y por fin le miro. Se pasa la mano por el pelo y balancea el cuerpo bajo la rama.
-¿No decías que odiabas esa serie?
-Es que tú me obligabas a verla -acuso.
-Mentira.
-Verdad.
-Mentira.
-Verdad.
-¿Por qué nunca estás de acuerdo conmigo? -Pregunta, exasperado.
-Porque tú nunca estás de acuerdo conmigo -replico mientras me encojo de hombros.
-Eso no tiene sentido, eres tú la que nunca está de acuerco conmigo -se queja.
-Mentiroso -respondo.
-Verdadoso.
-¿Verdadoso? -Pregunto, casi riéndome- Esa palabra no existe.
-Claro que existe -protesta, indignado-. Lo he inventado yo.
-Oh, claro, cómo no -respondo, sarcástica- ¡Au!
Me froto la cabeza, justo el lugar donde me ha tirado el lacasito. Este ha rebotado en ella y ha caido al suelo, cerca de la ardilla, que aún sigue en su búsqueda de alimento. Cuando lo ve caer corre hacia él, pero luego lo olisquea, desconfiada. Por fin lo agarra y le da pequeños mordiscos.
-Parece que le gusta -inquiere Michael.
-¿Y a quién no?
-Vaya -exclama sorprendido, y vuelvo a mirarle-. Por fin estamos de acuerdo en algo.
Río y me encojo de hombros.
-El chocolate une personas -explico.
Sonríe y se balancea hacia mí. Suelta un poco las piernas con cuidado para dejar su cara a la altura de la mía y deposita un suave beso en mis labios. Sonrío.
-Llevas razón -susurra.
Vuelve a besarme y le devuelvo el beso. Pero al cabo de un rato me aparto y niego con la cabeza.
-No podemos seguir así -declaro.
-¿Así cómo? -Pregunta, extrañado por la interrupción del momento.
-Así -repito mientras nos señalo a ambos.
Frunce el ceño y contengo la risa. Si ya de por si es gracioso cuando hace eso, bocabajo aún más. Sin embargo, no es momento de risas.
-No te entiendo.
Me encojo de hombros y sacudo la cabeza.
-Es igual -murmuro, desviando la vista.
Suspira y se balancea, esta vez más fuerte, para coger impulso, y se sube a la rama de arriba. Cuando recobra el equilibrio baja hasta donde me encuentro y se sienta en frente mía.
-No, explícamelo -exige.
Resoplo y le miro a los ojos. Puedo verme reflejada en ellos, la seguridad y el cariño que transmiten. Y me siento pequeña e insignificante a su lado.
-Pues... que tú eres tú y yo soy yo -explico.
-Eso no suena muy convincente.
-No lo es -sonrío tímida.
Para mi alivio, me devuelve la sonrisa.
-¿De qué tienes miedo? -Pregunta de repente.
Esta pregunta me coge por sorpresa, pero sé que es la adecuada. ¿Que de qué tengo miedo?
-De que te marches -musito.
Abre los ojos como platos, molesto.
-¿Crees que te dejaría?
Su voz denota un punto de enojo y decepción que no sé cómo tomarme. Asiento levemente, avergonzada. Suspira y se pasa pasa la mano por la cara. Le miro de reojo y noto como empiezo a enrojecer de nuevo. Permanece un rato así, en silencio, con el sonido del bosque de fondo. Hasta que lo rompe.
-No voy a marcharme -dice con certeza-. Estoy aquí, contigo, ahora, en este momento. ¿Qué importa lo demás?
-¡A mí me importa! -exploto- Necesito saber que no me voy a despertar un día y no te voy a ver a mi lado. Necesito saber que vas a permanecer aquí.
-Eso no puedes saberlo. Nadie puede saberlo.
-Claro que sí. Tengo que saber que estás seguro de querer involucrarte en esta relación, porque si no...
-Eh, espera un momento -interrumpe- ¿Relación? Somos amigos.
Suelto una carcajada. Reirme por no llorar.
-¿Eso es lo que somos? ¿De verdad?
Me mira, dudoso.
-Bueno... la verdad es que no sé lo que somos. Pero, ¿qué más da? No hace falta ponerle nombre a un sentimiento. Yo soy feliz así, contigo y nada más que contigo. Si quieres designarlo, hazlo, llámame tu chico, tu novio o tu amigo, como quieras -Se detiene un segundo para coger aire y añade, en un tono más bajo-. Tú me gustas de todas las formas posibles, siempre lo has hecho. Pero la pregunta clave aquí es, ¿eres feliz?
Cierro los ojos, exhausta. Pero asiento con la cabeza y los abro de nuevo.
-Claro que soy feliz. Pero esto no es normal, no es estable. No quiero cometer errores, Michael. No quiero hundirme -termino, y se me rompe la voz.
Su mirada se ablanda y alarga una mano para acariciarme la mejilla, con suavidad.
-No voy a permitir que te hundas, Annie. Ante todo eres mi amiga. Mi mejor amiga. Y eso no va a cambiar nunca. Me quedaré contigo, pase lo que pase.
Le miro, con ojos vidriosos.
-¿Lo prometes?
-Te lo prometo.
Le acaricio la mano y parpadeo varias veces para apartar las lágrimas de los ojos.
-Odio discutir contigo -susurro-. Pero... es que no quiero perderte. Todo el mundo que promete quedarse conmigo acaba marchándose al final.
Sonríe con cariño y se me encoge el corazón de ternura.
-Por suerte para ti, yo no soy todo el mundo.
Sonrío, me acerco a él y le beso.
Me devuelve el beso con pasión, pero se separa de mí y me mira, con expresión asustada.
-¿Qué? -pregunto, extrañada- ¿Qué pasa, Michael?
Sacude la cabeza y vuelve a recuperar la sonrisa.
-Nada -susurra, tímido-. Es sólo que... creo que te quiero.
Le observo, perpleja. Noto como las mejillas se me ruborizan, pero me obligo a no apartar la vista de él. Me quedo callada y él se remueve en su sitio, inquieto.
-¿No dices nada? -Pregunta finalmente.
Respiro hondo y sacudo la cabeza.
-Es que creo... que yo a ti también.
Su sonrisa se hace más amplia y se lanza hacia mí. Me agarra con suavidad la cabeza y me besa con ternura. Le acaricio el pelo con las yemas de los dedos, con las mejillas aún ruborizadas.
Y parece que el bosque entero compone una melodía para nosotros.
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