martes, 10 de diciembre de 2013

Hipocresía.

   Inspiras. Espiras. Es un método antiestrés. Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac. Siempre lo mismo. ¿Latidos del corazón o un maldito reloj de bolsillo? Qué más da. Al fin y al cabo no somos más que piezas, pequeños engranajes y tuercas que forman parte de esta sociedad.
   Suciedad.
   Escuchas sus risas. Esas risas estridentes que no suenan a nada, que están más que vacías. Y sus halagos sin valor alguno que sacan de una maldita página de internet. Sus palabras recién pronunciadas por sus lenguas ponzoñosas de víboras. Pájaras. Falsas. Hipócritas. Todas ellas y ellos. Jodida hipocresía, ni siquiera ellos se soportan.
   Mírales, como se ríen, aquellos que no han osado a abrir nunca su mente. Mírales, aquellos que no han tocado nunca un libro. Mírales, aquellos que no recuerdan ni su esencia cuando se miran al espejo. Mírales, fíjate bien, porque sus burlas caerán sobre ti.
   Recuérdale a él, que malgastaba y empeñaba sus días tirado en la cama. Él, que no soportaba sus miradas. Él, que cayó de lleno en su trampa, aquella de la que no pudo escapar, de la que nadie escapa. Él, que cambiaba sus euros por cromos cuando ellos ya lo hacían por porros y pasaban a mirarle raro. Él, que aguantó cada burla por no ser como ellos. Él, que prefería estar solo a rodeado de gente. Él, que lloró con la luz apagada cuando le pegaban por hacerlo cara a cara. Él, que recibió todos sus golpes sin ni siquiera un poco de ayuda. Él, que vivió para amargarse. Él, que no quería ser como ellos. Él, que cada vez que se miraba al espejo no podía estar orgulloso de sí mismo. Él, que acabó odiándose más de lo que lo hacían ellos.
   Y vosotros, capullos, ¿qué pensáis ahora? Jugáis a ser Dioses dentro de un maldito juego que se os escapa de las manos, que os viene demasiado grande. Manipuláis a la gente, las queréis hacer a vuestra puñetera imagen y semejanza, creyéndoos superiores, cuando no sois más que los esbirros de satanás. Vosotros, que lo convertís todo en una maldita secta. Vosotros, asesinos de ilusión, jugásteis a eliminar el color de sus rosadas mejillas, cambiarlas a enrojecidas soportando vuestros tortazos. Vosotros, malditos hipócritas, que os hacéis llamar personas, que hacéis daño con cada una de vuestras malditas palabras.
   Ahora. Ahora, ¿qué coño haréis? ¿Llorar su puta muerte como si fuera necesario? Malditos, no merecéis ni el más mínimo de los perdones. Jugásteis a ser poseedores de la vida, arrebatándosela a todo aquel que deseaba vivirla. Arrebatadle la ilusión y las ganas de vivir. Y luego exculparos de todo sonriendo, porque: "Joder, ¡fue culpa suya! El muy capullo decidió suicidarse en vez de echarle un par de huevos." Y qué mierda sabréis vosotros de valentías, sanguijuelas, que le chupastéis la sangre hasta dejarlo vacío. Cobardes, que huís a las sombras cuando el sol empieza a ponerse y no tenéis a donde ir. Hipócritas, que publicaréis en su muro frases de despedidas repletas de un falso dolor. Que saltó él al vacío, pero vosotros le colocásteis la soga al cuello.
   Ellos, malditos sean todos. Con sus sonrisas falsas, esperando a que seas descuidado para mandarte bien lejos. Ellos, faltos de humanidad, cuya moral deja tanto que desear. Si por lo menos tuviesen un corazón más grande, en compensación con su falta de cerebro... Y me pregunto cómo alguien puede amarlos. A aquellos hipócritas que se encargan de hacer tu vida más miserable de lo que podría ser ya de por sí. Me pregunto qué pasaría si el mundo fuese ciego. ¿A quién le importaría tu cara bonita entonces, pedazo de capullo? Dime quién te amaría si conversar con una maceta fuese más productivo.
   Pero supongo que de esto trata todo. De hipocresía.
   Por eso, tú, no tengas tus propios gustos. Déjate hacer y modelar a su maldita imagen y semejanza. Deja que te controlen y te adapten a su entorno, de malditos animales salvajes, cerebros en proceso inicial de evolución. Déjate de lado. Ódiate. Sí, ni tú mismo te soportes. No seas como él. No tengas ideas y gustos propios. Sé como ellos. Únete a sus risas vacías. A sus burlas contra alguien como él. Ódiale sin motivo alguno. Envenena sus ilusiones con tu lengua ponzoñosa. No intentes entender por qué esto es como es. No intentes entenderme a mí. No intentes entenderle a él. No intentes ayudarme a huir. No intentes salvar a nadie como él. No podemos salvar a nadie. Y mucho menos te intentes engañar. Ninguno de nosotros se salvará si seguimos como ahora.
   No te conviertas en él. Conviértete en ellos.
   Al fin y al cabo eres un engranaje más en su falso mundo perfecto.
   Y no queremos que los engranajes acaben rotos.
   Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac.

viernes, 25 de octubre de 2013

W.T.A.

Lo normal cuando empiezas a hablar sobre tu vida, es que primero empieces a hablar sobre ti. Es lo lógico, ya que tú eres el centro de tu vida. Pero a mí no me apetece hablar de mí. Me conozco lo suficiente como para empezar a hablar ahora de cosas banales y estúpidas que no llevan a ninguna parte, y también me desconozco lo suficiente como para no tener ni idea de cómo continuar. Pero tal vez esto sea también otra cosa banal e intrascendente, por lo que iré al grano. Os hablaré de él.
Nunca me había enamorado. No así, quiero decir. Tal vez puede, en un pasado, pero fue hace tanto que lo he olvidado y fácilmente podría confundirlo con otros sentimientos parecidos –aunque en realidad amor solo hay uno-.
Yo no le conocía, os lo puedo prometer. Se sentaba a mi lado en clases, porque era nuevo y no quedaban más sitios. Tan solo el que estaba al lado de mi pupitre. Porque a mí me gustaba sentarme sola, sin nadie más. Con la cabeza apoyada en el marco de la ventana y maldiciendo para mis adentros que en aquel día nublado no estuviese lloviendo aún. Will Thomas Andrew –sus padres se habían currado el nombrecito- entró por la puerta de la clase, con la mochila colgando de una única asa sobre su hombro derecho, con unos vaqueros oscuros y una camiseta de mi grupo favorito. Lo primero que pensé de él fue que tenía buen gusto musical. Lo segundo es que tenía unos ojazos marrones. Joder, qué ojos, y eso que eran marrones y ya sabéis, los ojos marrones no suelen ser bonitos. Siempre son simples y corrientes. Por eso me sorprendió que fuesen lo segundo que me llamase la atención de él. Unos ojos avellanados y poblados de largas y hermosas pestañas. Jodido capullo, qué envidia. Lo que habría dado yo por unas pestañas como esas, y él ni parecía percatarse de que las tenía. Pero sin embargo no me pareció mala idea que se sentase a mi lado. No ese día.
Al día siguiente llegué tarde a clase –como siempre- y lo encontré sentado en mi sitio. Avancé con rapidez y esquivando a los demás hasta pararme frente a él.
-Ese es mi sitio –le espeté.
Ni siquiera me miró. Se limitó a encogerse de hombros. Me gustaría poder decir que le obligué a cambiarse de sitio y a devolverme el mío. De verdad que me gustaría. Pero soy una cobarde. Encima su falta de interés que me descolocó de pies a cabeza. Arrojé la mochila sobre la mesa y me fui pisoteando el suelo con fuerza –si es que se le puede dar patadas al suelo-, furiosa. Aquel desconocido se había plantado en mi sitio y no me lo iba a devolver por las buenas. Pero le disculpé, porque tenía buen gusto musical.
Y sucedieron los días. Creedme si os digo que no le escuché hablar hasta mediados de Noviembre. Y había llegado en Octubre. Cuando le preguntaban se limitaba a asentir, negar con la cabeza o encogerse de hombros. Lo miraba tan a menudo que podía imitar sus gestos a la perfección. Incluso podía seguir su rutina. Llegaba, se sentaba, estiraba los hombros, ponía los ojos en blanco cuando entraban los canis de turno –aunque para ser sinceros, yo también lo hacía-, levantaba la mano cuando lo nombraban en la lista y se ponía a mirar por la ventana. Pero no miraba, yo lo sabía. Ponía esa mirada perdida que yo también tenía cuando ocupaba su lugar frente a la ventana. Estaba pensando, sabe dios en qué, pero tan solo estaba de cuerpo presente en clase. A mí también me gustaba pensar, pero desde que él había llegado interrumpía cada uno de mis pensamientos con su sola presencia. Joder, a decir verdad, era un verdadero estorbo.
Pero era divertido mirarle. A menudo –bueno, casi siempre- tenía el ceño fruncido, lo que le provocaba una pequeña arruga entre las cejas que, juro, me parecía adorable. Y lo más divertido de todo es que nunca había entendido esa estúpida frase de “estás muy mono/a cuando te enfadas”. Hasta que le conocí a él.
Pero ojo, no vayáis a pensar que era un prepotente, un arrogante y un borde. Era todo eso y más. Y con esto puedo sentirme especial y agito los puños al aire en señal de triunfo, porque solo era simpático conmigo. ¡Chupaos esa!
Bueno, la verdad es que eso no es del todo cierto. No hablábamos, pero tampoco me trataba mal. Simplemente mi presencia parecía no afectarle en absoluto, ni para bien, ni para mal. Esto en parte me reconfortaba, y por otro lado me hacía sentir inmensamente insignificante. Pero, ¿por qué? ¿Porque a un capullo egocéntrico se le cruzasen los cables ya mi sola existencia no tenía sentido? Pues sí. Al menos eso es lo que yo pensaba. Y ya sé lo que estaréis pensando, que menuda gilipollas y que baja autoestima. No voy a negar ambas cosas, ya que son ciertas. Pero no le conocíais –yo tampoco, pero ya me entendéis-, él tenía razones para ser así. Eran razones las cuales yo desconocía, pero sabía que existían. ¿Por qué si no alguien iba a malgastar su única vida en fruncir el ceño y poner cara de chino cabreado? Nadie, o eso espero.
Hasta que llegó el Gran Momento. Lo pongo en mayúsculas porque de hecho fue el Gran Momento. Es como cuando conseguís aquello que tanto esperabais un día cualquiera, y a partir de ese momento ese día pasa a ser El Día. ¿Me entendéis? Espero que sí, porque si no, no podríais entender la importancia que tuvo el Gran Momento. Ahora que lo pienso, podría haberle llamado El Día. Pero ya estaba demasiado usado.
Estábamos en clase de Castellano, y la querida profesora, como no tenía otra cosa que hacer, se puso a cotillear –o a intentarlo- nuestras vidas personales. Lo cierto es que fue muy gracioso. No podéis imaginar las cosas que cuenta la gente con tal de llamar la atención, y con eso me refiero a la edad a la que perdieron la virginidad, o si mantenían relaciones con su pareja, o cosas similares. No es que me escandalice eso, estamos en el siglo XXI, no soy una cerrada de mente. Pero, ¿contarlo abiertamente en la clase? No sé, me pareció un poco estúpido e incluso patético. Sobre todo porque se notaba que la mayoría lo único que habían mojado en la vida había sido la cama al hacerse pis. Y estaba segura de que muchos lo seguían haciendo.
Y claro, como era de esperar, le preguntó a él. Creo que algunos profesores estudian muchos años pero luego no tienen ni idea de nada, o al menos ella no parecía captar sus mensajes subliminales de “cállate de una jodida vez vieja arpía, no pienso contarte mi vida”. Por lo menos yo sí que los pillé. Pero no, ella seguía insistiendo e insistiendo. No os voy a contar qué le preguntó, porque de hecho no le prestaba atención a ella, si no que estaba ocupada maravillándome con las venas de sus brazos, que se hinchaban como la tía gorda de Harry Potter. Dios mío, qué sexy. No hay cosa más sexy que un chico al que se le marquen las venas, de eso estoy segura. Y por eso no la escuché, hasta que pronunció la última pregunta que le hizo.
-¿Y tienes al menos un amigo o algo? –seguía insistiendo.
Entonces él alzó la cabeza hacia ella, le miré a los ojos y sentí como si un agujero negro me engullese con fuerza. Qué tristeza, joder. Os juro que nunca había visto tanta tristeza en unos ojos marrones. En los colores claros sí, porque les cuesta más camuflarse, en cambio en los colores oscuros las lágrimas saben esconderse con rapidez tras una profunda cortina de indiferencia. Y lo entendí. No tenía a nadie. Me obligué a bajar la vista porque sentía un nudo en la garganta tan grande que me costaba respirar. Pronto empezaron los murmullos, pero la profesora los acalló con un fuerte golpe en el tablero de la mesa. Por fin, ojalá se pusiese a explicar y hablar de cosas que entiende y dejar a los demás en paz. Porque la mayoría de los profesores, o bueno, de todo el mundo, no entiende nada. Nunca entienden nada. Y una de esas cosas es cuándo callarse. O al menos cómo decirlo sin meter el dedo en la llaga. Joder, malditos ignorantes.
Seguimos dando clase, pero no prestaba atención. No podía parar de mirarle y sentir lástima por él. Y me odiaba por eso. Odiaba a la gente que sentía lástima por mí, como si no fuese más que un maldito perro herido tirado en la carretera que no puede salvarse a sí mismo. Ergo al sentir lástima por él, yo era como ellos. Y odiaba ser como ellos.
-Oye, yo… -empecé.
Ni si quiera sé por qué abrí la maldita bocaza. Me miró –algo extremadamente inusual, ya que pasaba de mí el noventa y nueve por ciento de las veces- y deseé no haber hablado. Lo que había creído que era tristeza en un principio, era en realidad vacío. No sé si lo habréis visto alguna vez. Es como si te quitasen todo el oxígeno de una patada. Como si una garra helada te estrangulase el corazón. Algo parecido a enamorarse, pero a su vez todo lo contrario. Como si perdieses lo que más amas. Lo sabía, conocía bien esa mirada. Yo misma tenía que hacerle frente todas las mañanas frente al espejo. Pero la gente no se percataba de esos detalles. La gente nunca se daba cuenta de nada. Pero debía disculparles. Yo también tenía los ojos marrones.
El problema, es que al igual que yo pude ver el vacío de su ser –sí, de su alma- él pudo ver la lástima reflejada en mi rostro. Y no le gustó. Para nada.
-¿Qué? –Me espetó con más dureza de la que le creía capaz.
-Esto… yo… lo siento –las palabras se atropellaban en mi boca.
Aparté la vista de él y abrí con rapidez los libros y la libreta, esperando que se olvidase de mí. Pero como buena patosa que soy, mi libreta cayó al suelo entre un revuelo de folios emborronados. Él bajó la vista hacia ellos, pero yo no pude. Sabía lo que contenía esa libreta, y notaba como se me subían los colores a una velocidad tal que incluso me mareé.
<<No los cojas, no los cojas, no los cojas>>, supliqué interiormente <<¡Mierda!>>
Se irguió en su asiento con uno de mis dibujos en sus manos. Frunció el ceño mientras lo examinaba. Sabía cuál estaba mirando. Se transparentaba con la luz que entraba por la ventana. Aguanté la respiración durante un tiempo que me pareció eterno. Mis otros dibujos seguían en el suelo junto a mi libreta, y deseaba cogerlos, porque la gente de atrás empezaron a removerse, inquietos, para poder verlos con más claridad. Pero no podía moverme. Esperaba impaciente alguna reacción por su parte, pero no sucedía nada. Inspeccionó el dibujo detalle a detalle durante varios minutos.
-¿Debería sentirme alagado porque me elijas como modelo para tus dibujos, o preocupado ya que podrías ser una especie de psicópata obsesionada conmigo? –Preguntó, aún mirando el papel.
No me lo pude creer. Esperaba que se hubiese burlado, que hubiese puesto los ojos en blanco o incluso había rozado la posibilidad de creer que tal vez hubiese podido decirme alguna especie de cumplido. Pero desde luego no esperaba que me acusase de psicópata.
-Si no te gusta puedes devolvérmelo –le espeté. No iba a dejar que me humillase, no él.
Hizo un ruidito con la boca que me desconcertó por completo. Se estaba riendo.
-Yo no he dicho que no me guste –respondió.
En ese momento me di cuenta de que tenía una voz muy dulce. Persuasiva. La típica voz de la que tus padres te piden que te alejes cuando el propietario te ofrece un caramelo a la salida de la escuela. Me estremecí.
-¿Puedo quedármelo? –me preguntó, esta vez con suavidad.
Hablaba arrastrando las palabras de una forma que, realmente, le daba un toque extremadamente sexy.
Asentí con rapidez. Dios mío, por mí, podía quedarse todos los dibujos que quisiese. Esto me recordó que los demás estaban en el suelo, así que me agaché con rapidez y los recogí del suelo justo en el momento en que la sirena anunciaba el final de clases y la vuelta a casa. Ordené –bueno, puse rectos- los dibujos dentro de la libreta y lo guardé todo en la mochila mientras los demás salían disparados hacia la salida. Me eché a un lado para que pudiese pasar, esperando a oír el ruido de sus zapatillas al caminar, como hacía siempre. Pero no salió del aula.
-¿Tienes más dibujos como ese? –Aventuró, sobresaltándome, a pesar de saber que estaba no muy lejos de mí.
Me giré, con los alborotados cabellos cayendo sobre mi frente. Los aparté con una mano, pero no respondí. Estaba apoyado contra una mesa, un par de metros más allá, con su mochila colgando, como siempre, de un asa de su hombro derecho. A decir verdad tenía una buena espalda, como la de los nadadores. Anchos hombros y cintura estrecha.
-O más dibujos, en general –continuó.
Asentí, pero no hacía falta. Él ya sabía de sobra que tenía más dibujos, los había visto. Pero por alguna razón que yo desconocía, le gustaba picarme.
-Genial –mostró una sonrisa torcida, me estaba derritiendo-. Porque la verdad es que dibujas muy bien, que lo sepas. Y –se sacó mi dibujo doblado por la mitad del bolsillo del pantalón y lo miró- me has sacado muy guapo.
Me sonrojé, pero intenté aparentar indiferencia.
-Es un dibujo realista –alzó la mirada hacia mí, que a pesar de sonreír, seguía estando vacía-. Eres muy mono.
Otra vez esa risita extraña. Aunque por ello no dejaba de ser bonita. Giró el dibujo y lo alzó, de manera que yo pudiese verlo. Pero yo ya me lo conocía a la perfección. Era el dibujo que más trabajo me había dado.
En él aparecía un chico de unos diecisiete años, con la cabeza inclinada y el ceño fruncido, mirando a un punto perdido. Tenía los ojos avellanados, castaño oscuro, largas pestañas, cejas no muy pobladas –gracias a Dios, un chico que no parece tener dos yetis acostados encima de los ojos- y los labios finos y oscuros. La tez morena, ya que el dibujo estaba a color. El pelo negro y algo largo, con el flequillo echado hacia arriba, pero no demasiado, no llegaba ser una cresta, y un remolino justo en el lado izquierdo. Me hubiera gustado sacarlo sonriendo, pero como nunca le había visto sonreír, podría haber superado mis expectativas, y aquello se suponía que era un dibujo realista. Pero si la hubiese dibujado después de verla, habría dibujado una sonrisa torcida, con los dientes tan bien colocados que decían a gritos que habían llevado unos aparatos no mucho tiempo atrás. Con un hoyuelo marcado en el lado derecho, la parte por la que sonreía. Una sonrisa que habría derretido a cualquiera. Pero a decir verdad, no era guapo del todo. Tenía una nariz aguileña no muy marcada que la gente habría tachado de imperfecta en ese rostro que a mí me parecía perfecto. Pero ya sabéis lo que dicen. La belleza está en los ojos del que mira. Y él era muy mono, tanto que deseaba estrecharle entre mis brazos, cosa extraña y alarmante, ya que odiaba abrazar a todo el mundo.
-¿Qué opinas? –Dijo rompiendo el hilo de mis pensamientos.
-En mi humilde opinión –empecé, y esta vez fui yo la que sonreí al ver un amago de sonrisa en su rostro-, es clavado a ti.
Asintió y guardó el dibujo de nuevo en su bolsillo. Se levantó y se dirigió hacia la salida. Se paró en la puerta y giró la cabeza hacia mí.
-¿Vienes?
-¿Adónde? –Le pregunté a su vez, desconcertada.
-A enseñarme tus otros dibujos, ¿qué si no? –Respondió, como si fuese la cosa más obvia del mundo enseñar tus dibujos personales a un completo desconocido- Vamos, que no tengo todo el día –resopló.
Echó a andar y lo perdí de vista. A decir verdad no era un completo desconocido, y se lo debía por medio acosarle con dibujos. Suspiré, me encogí de hombros para mí misma, cogí mis cosas y le seguí.
Y desde aquel momento, fue como volver a nacer.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Jack Frost 2.

300 años después.

Levanto la vista del suelo y observo a mi alrededor. Hay un montón de gente en la calle, observando, sacando fotos, o simplemente jugando con la nieve. Con  nieve.
Estiro los brazos por encima de la cabeza y la capucha de la sudadera me resbala por el pelo. Estamos a mediados de Abril, y la gente está muy sorprendida de que nieve, incluso aunque estemos en París. Pascua está a la vuelta de la esquina. Reprimo una sonrisa. Bunny tiene que estar que echa humo. ¡Que le jodan! Ese conejo malhumorado y cascarrabias se lo tiene muy creído. Además, un poco de nieve nunca viene mal, ¿no?

Desvío la mirada hacia un gran reloj que cuelga en una oficina. Ya casi es la hora. Doy saltitos de emoción e intento centrarme en otra cosa. Ah, la Torre Eiffel, tan visitada como siempre. Sería divertido decirle a alguno de estos listillos que yo la vi en construcción. Pagaría cualquier cosa para ver la cara que pondrían.
La veo llegar cuando ya va por mitad de la calle. Me atuso el pelo con rapidez y me sacudo la sudadera con brío. No me hace falta mirarme a ningún espejo. Yo siempre estoy perfecto. Vuelvo a mirarla. Ha crecido mucho desde el año pasado. Se ha dejado el pelo crecer, y lo tiene más pelirrojo y ondulado aún. Con los ojos verdes brillantes, como si hubiese estado llorando, pero yo sé que no lo ha hecho. Sus ojos son así. Brillantes, grandes, como la luna. ¡Me recuerda tanto a ella! Tiene una sonrisa blanca y tímida, que me dan ganas de besar una y otra vez. Los labios finos, acabados en una perfecta curva, que dan la sensación de estar siempre sonriendo. La tez pálida y surcada de pecas. No es guapa. He visto chicas guapas, son las que salen en las revistas. No, ella es bonita. Una belleza delicada que solo un artista es capaz de apreciar. Con un cuerpo ligeramente sinuoso y algo bajita. Oh, si la pudierais escuchar reír. Suena como si cientos de cascabeles compusieran una canción simple y alegre, pero hermosa al fin y al cabo, solo para ella. Y si la escuchaseis hablar, con esos gestos tan graciosos que hace con la cara y las manos. ¡Y cómo se expresa, madre mía! Podría pasarme horas y horas escuchándola hablar, solo por el placer oírla. Oh, dios, ¡ya viene!
Se dirige hacia mí, y se sienta en el banco en el que momentos antes yo estaba sentado.
-Hola –saludo con una sonrisa-. Me llamo Jack Escarcha.
Pero como todo el mundo, ni me ve, ni me oye. Sacudo la cabeza. Le he dado muchas vueltas y no, no puedo rendirme a la primera. Tengo que insistir. Tiene que verme. Me agacho y recojo un poco de nieve del suelo, formando una pequeña bola de nieve. Alzo el brazo y la tiro contra el árbol que se encuentra a su lado. Se sobresalta y mira a todas partes, intentando encontrar al culpable. Pero nadie parece prestarle atención. Extrañada, sacude la cabeza y saca el móvil. Me atrevo a echar un vistazo por encima de su hombro. Ni mensajes ni llamadas nuevas. Me muerdo el labio inferior.
Ayer la vi por primera vez en un año. Es de Escocia, pero su familia es de París, por lo que vienen todos los veranos aquí de vacaciones. La primera vez que la vi debía tener unos ocho años. Incluso desde tan pequeña era bonita. Siempre me ha parecido una chica adorable, con su pelo rojizo agitándose al compás del viento. Recuerdo una vez, que mientras hablaba con una amiga suya, se quejó de que siempre que venía a París en verano, nevaba. Decía que venía buscando sol, no esto. Me sentó como si alguien me hubiese dado una patada en el estómago. Al año siguiente no aparecí. Y al otro estuve a punto de no hacerlo, pero tuve una corazonada, y pensé que no perdía nada por volver y echar un vistazo. Me alegré de hacerlo. En cuanto el primer copo de nieve aterrizó sobre su suave cabello, sonrió de par en par, y la escuché susurrar: <<Por fin has vuelto. Te echaba de menos>>, se lo decía a la nieve, claro está. Pero imaginar que pudiese susurrarme esas palabras al oído, fue como un regalo caído del cielo. Debía de haberse acostumbrado tanto a la nieve en París, que la echó de menos ese año. O tal vez notó mi ausencia. Sacudo la cabeza. No, ella no sabe que yo existo.
Y ahora ha venido por asuntos personales. Se lo escuché decir a sus padres el verano pasado, y vine aquí con la esperanza de que no hubiesen cambiado de planes. Tal y como me esperaba, la encontré en la pequeña buhardilla de la casa de sus abuelos en la que se aloja cada vez que viene. Pero no entré, la observé a través de la ventana, y escuché con atención a su conversación telefónica.
-Yo también te he echado de menos, André –decía con un casi perfecto acento francés-. Sí, sé que ha pasado mucho tiempo… No, claro que no te he olvidado, cielo.
Tragué saliva. Sabía quién era ese tal André, un capullo francés repipi. Vamos, su ex. Se han visto todas las veces que ella ha venido, pero nunca han llegado a establecer una relación seria. Más que nada, porque él no le hace apenas caso. En cuanto se aburre de ella es un adiós muy buenas, ya nos veremos otro día. Pero es que encima el cabrón está bueno. ¿Veis por qué le tengo tanto asco a ese capullo? Y ella no es que ayude demasiado volviendo a caer en su trampa, una y otra vez. Eso me revienta, porque ella es inteligente. Ella no tendría que sufrir por gente así.
-Por supuesto que quiero verte… -seguía diciendo-. ¿Mañana a las seis? Perfecto… Claro, sí, nos veremos donde siempre… Yo también te quiero, André… Otro beso para ti.
Colgó y empezó a dar saltitos de alegría por toda la habitación. Golpeé, furioso, el cristal de la ventana con un puño. ¡Ella tendría que estar rebosante de felicidad por mí, no por él! Se giró, sobresaltada, y se acercó a la ventana. Unas líneas de escarcha la recorrían como si de grietas se tratasen. Abrió la ventana y dejó pasar el frío viento que traía conmigo. Me coloqué de pie en el alfeizar, de cara a ella, a escasos centímetros de su rostro. Notaba su aliento golpeando en mis mejillas.
-¿Por qué no me ves? –Susurré con abatimiento-. Necesito que me veas… Quiero existir para ti.
Pero no dio muestras de haberme oído. Cerré los puños con fuerza e ira, y de una patada en la pared me impulsé y me marché volando. ¿No quería verme? Bien, yo haría que quisiese hacerlo. Y empezaría yendo a su cita con el payaso de André.

Ahora mismo esa idea me parece una estupidez. ¿En qué estaba pensando? En ella, claro. Y en mí. En ambos, juntos. Maldita sea, soy un jodido egoísta. No tendría que estar aquí. No tendría que fastidiarle a ella sus planes, su vida. Yo no formo parte de ella.
Sacudo la cabeza y me doy la vuelta. Aún estoy a tiempo de marcharme, antes de hacer ninguna estupidez. Hasta que me topo frente a frente con un querido amigo. Jodido André.
-¡Hey, Adaira! –La saluda con una enorme sonrisa.
Pasa a través de mí –será maleducado el jodido franchute- y corre hacia ella. Adaira salta en sus brazos y dan vueltas a la vez que se abrazan. Siento un nudo en el estómago y me obligo a apartar la vista de ellos. Yo tendría que ser quien la abrazase así, no él. La deposita con suavidad en el suelo y la besa. ¡No aguanto más! Me agacho y recojo un puñado de nieve. Alzo el brazo, dispuesto a lanzárselo, pero una conocida voz me detiene.
-¡Eh, tú, golfillo! ¿Qué se supone que estás haciendo?
Aprieto los dientes y bajo el brazo. Respiro hondo y me giro en redondo.
-¡Bunny! –Saludo con una enorme e inocente, pero falsa sonrisa-. Qué sorpresa, ¿qué te trae por aquí?
Se sorprende por un momento, pero se recompone con rapidez y me apunta con un dedo acusador.
-¡Tú!
Me apoyo en mi bastón con expresión despreocupada y una sonrisa de pillo en la cara.
-Claro que soy yo. ¿Otra vez has comido esas zanahorias que hacen los hippies? Deberías saber que llevan…
-¡Tú! –Repite con una mueca de ira-. ¡¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?!
Alzo las cejas y finjo sorpresa.
-Pues estar. ¿Acaso tengo vedada la entrada a París? Ni que fuese el Polo Norte.
Aprieta los puños una y otra vez. Si esto fuese una película le saldría humo de la nariz y las orejas. Contengo una risita. Está muy cabreado como para hacerlo enfadar más. Respira hondo para tranquilizase y murmura unas palabras para sí que no alcanzo a oír.
-¿Sabes qué día es hoy? –Pregunta con lentitud, arrastrando las palabras.
Escucho a los dos tortolitos besarse detrás de mí, pero no les presto atención e intento centrarme en nuestra conversación.
-¿Lunes? Debe ser lunes, porque es un día de mierda y da la casualidad de que todos los lunes lo son. Aunque, -añado para mí- en realidad, todos los días lo son.
-No me interesa tu opinión sobre los días de la semana, crío ignorante –espeta enfurecido-. Dentro de una semana es Pascua y tú estás pululando por aquí, vete tú a saber por qué, congelando las tuberías y dejando nieve a tu paso.
Me balanceo contra el bastón y me observo las uñas de las manos con aspecto aburrido.
-Sí, es lo que hago yo –contesto con indiferencia- ¿Acaso has olvidado qué es lo que haces tú, canguro?
Abre mucho los ojos y puedo ver perfectamente como se le hinchan las aletas de la nariz.


-¡¿Canguro?! –Grita indignado-. ¡Soy un conejo! Un maldito conejo, ¡entérate de una vez, crío insolente!
Se abalanza sobre mí, pero yo soy más rápido y lo esquivo con una risa.
-Fíjate, yo creía que los conejos eran más rápidos –juego a picarle.
Rechina los dientes con fuerza y se prepara para saltar de nuevo sobre mí, pero le detengo alzando la vara y colocando la punta sobre su cuello.
-No tan rápido –le advierto-. ¿Qué es lo que quieres?
-¿Que qué es lo que quiero? –Estalla-. ¡Que te marches de aquí, eso es lo que quiero!
En ese momento Adaira, que había estado haciendo manitas con André, suelta un estridente chillido y me vuelvo hacia ella con rapidez, olvidando a Bunny y nuestra estúpida discusión.
-¡Ay, André! –Dice entre risas-. Me has hecho daño.
André le sonríe con picardía y vuelve a morderle en la mejilla. Aprieto los puños con fuerza alrededor del bastón. <<Sigue así, André, y te daré una paliza>>, pienso. Bunny interrumpe mis pensamientos.
-Eh, tú, camorrista, te he dicho que te marches.
Suspiro con exasperación y me vuelvo hacia él.
-Lo siento -respondo, arrastrando las palabras-, pero eso no va a ser posible en este momento.
-¿Que no va a ser…? –Empieza, pero entonces se percata de la presencia de Adaira y André y un brillo aparece en sus ojos-. Ah, así que es ella…
Me enderezo con rapidez y le observo con suspicacia.
-¿De qué me estás hablando?
Alza la barbilla y señala a Adaira.
-Esa chica –responde simplemente-. Corre el rumor por ahí de que estás coladito por una, chaval. Y fíjate por donde… es ella.
Entrecierro los ojos y le observo con irritación.
-No sé de qué me estás hablando. Yo solo estoy enamorado de mí mismo.
-Ah, ¿sí? –Sonríe mostrando todos sus dientes-. Pues parece que alguien ha ocupado tu propio puesto, señorito súper-ego.
No respondo, si no que me limito a observarle mirándole a los ojos, fulminándole con la mirada. Se da cuenta de que no voy a contestar y cambia de táctica.
-Mira, Jack. No soy tu enemigo ni nada de eso, de hecho, creía que éramos amigos –Se detiene y suspira, parece que lo dice en serio-. Y por eso te voy a dar un consejo.
Le dedico una mueca de desdén como toda respuesta, pero él no se da por vencido.
-Nosotros nacimos para amar, sí, pero sólo lo que nos corresponde. Y ellos nacieron para amar lo que les llega de nosotros. Pero eres un guardián, y los guardianes no podemos ser amados –bajo la mirada, no quiero que siga hablando-. Por eso, cuando tienen la madurez suficiente, dejan de vernos. Porque una persona con una mentalidad razonable y madura no puede creer en gente como nosotros. Por eso, simplemente, no pueden amarnos.
Cierro los ojos. No le creo. Me niego a creer que ella nunca vaya a amarme. Que nunca vaya a imaginar mi sola existencia. Me niego. ¡Me niego!
Bunny se ha ido acercando a mí, y ahora coloca una mano –mejor dicho una pata- en mi hombro para confortarme.
-Márchate, chico –susurra y alzo la vista hacia él-. Ella ya tiene a alguien. Eso solo te hará sufrir más a ti. Hazlo, no por mí, sino por tu bien. El amor puede llegar a enloquecernos más que cualquier enfermedad. Hazme caso, y márchate.


Le sostengo la mirada en silencio durante unos minutos, intentando asimilar sus palabras. No gano nada quedándome, eso es cierto. Pero, ¿acaso gano más marchándome? Dios mío, estoy hecho un lío. Finalmente, dejo caer los hombros, en señal de rendición.
-Está bien, Bunny –murmuro con tristeza-. Me marcharé. Disculpa las molestias.
Parece sorprendido –seguramente pensaba que le iba  a mandar al cuerno- pero asiente y me aprieta el hombro en señal de consuelo. Se aleja unos pasos de mí y patalea el suelo, donde se abre un profundo agujero en el cemento. Antes de saltar me mira por última vez.
-Ánimo, chaval –me dice con una sonrisa-. Lo superarás. No por algo eres el guardián de la alegría.
Le dedico una media sonrisa que espero que resulte convincente, y salta por el agujero. Ambos desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.
Resoplo con lentitud y me vuelvo hacia la parejita. Con tanta cháchara, no me había dado cuenta de que están discutiendo en voz baja.
-Ay, André, que te he dicho que no –le dice ella mientras le agarra la mano que él intenta meter bajo su falda.
-¿Pero por qué? –Pregunta él, con picardía-. Si no se va a dar cuenta nadie, venga…
-Que te he dicho que no. ¡Ay!
Él la empuja y se pone en pie, furioso.
-¡¿Entonces, para esto me traes aquí, puta calienta…?!
-¡André! –Le grita ella antes de que termine la frase.
Ah, no, ¡esto sí que no! Puedo tolerar que la bese –bueno, no- pero lo que no pienso dejar pasar es que la fuerce a hacer algo que ella no quiere, ¡y mucho menos hablarle de esa forma! Formo una dura y helada bola de nieve en mi mano y la lanzo con todas mis fuerzas sobre su cabeza. Suerte que tengo buena puntería.



 Se vuelve hacia todas partes, desconcertado, pero no ve a nadie que haya podido atacarle. La mira, furioso.
-Zorra –escupe con rabia.
Y echa a andar con rapidez, esquivando a la gente o golpeándoles para apartarles de su camino.
-¡André! –Le llama, pero no puede oírla.
Emite un pequeño sollozo y varias lágrimas ruedan por sus mejillas. Me acerco con rapidez a ella e intento limpiárselas de la cara. Pero es inútil. No puedo tocarla.
-No llores –pido-. Por favor, no llores.
Se deja caer sobre el banco y se cubre la cara con las manos, sollozando.
Inspiro con ira. ¡Maldita sea! No puedo marcharme ahora, no puedo dejarla así. Me siento a su lado y trato de acariciarle el pelo.
-Si pudieses escucharme –susurro-. Yo nunca te haría eso. Yo nunca te haría daño. Solo quiero hacerte feliz… solo quiero estar contigo.
Sin darme cuenta, ha empezado a nevar. Sin que yo lo quiera. La nieve cae como las lágrimas por su cara. Como las mías propias. Abro mucho los ojos, sorprendido y asustado. Hace mucho tiempo que no lloraba. De hecho, ni si quiera recuerdo haber llorado nunca en esta vida. Alzo la vista al cielo. Ya ha oscurecido, y la luna asoma tímida por entre las nubes. Me irgo y la señalo con furia.
-¿Por qué me haces esto? –grito-. ¿Por qué me convertiste en esto? ¿Acaso no merecía una vida? –Las lágrimas se cuelan entre mis labios, pero no me importa. Ya no sé si lloro de rabia, o impotencia. Tal vez ambas cosas-. ¡¿Acaso no merecía ser amado, no he pasado ya suficiente?!
Pateo el suelo con furia. No es justo, no es justo. Agarro el bastón y lo alzo en alto.
-¿Ves esto, Luna? ¡Ya no lo quiero! –Grito-. ¡Ya no quiero nada de esto! Renunciaría a todo lo que soy por ser normal. ¡Por ella!
Intento partirlo por la mitad, pero está muy duro. Sin embargo no me rindo y tiro con todas mis fuerzas. Entonces un destello me ciega por unos segundos y caigo de bruces al suelo. Respiro con dificultad. Es como si alguien me hubiese pateado las costillas. Me acurruco en el suelo, y dejo que las lágrimas salgan a sus anchas. Ya no me importa. Ya no me importa nada.
Permanezco así lo que me parecen horas, sin percatarme de lo que sucede alrededor. Pero entonces, escucho mi nombre.
-¿Jack? –Suena tímido y dulce, como si fuese algo difícil de pronunciar, o algo que no debería estar ahí.
Alzo la cabeza y la observo entre mis cabellos plateados alborotados. Es ella. Me está mirando. Dios, dios. Me está mirando.
-Jack, ¿estás bien? –repite con preocupación.
Alarga una mano hacia mí y la imito, temblando de arriba abajo. Y la toco. ¡Puedo tocarla! Nunca me habría imaginado su tacto así, tan suave, frío. Como la nieve. Me incorporo con lentitud y la miro.
-Jack –Pronuncia de nuevo.
Y en su rostro puedo ver, ¿una sonrisa, tal vez?
    <<Jack.>>

domingo, 1 de septiembre de 2013

Jack Frost 1.

Oscuridad. Eso es lo primero que recuerdo. Estaba oscuro, hacía frío, y tenía miedo. Abrí los ojos, sensibles a la luz, y di una profunda bocanada de aire, llenando mis pulmones, desatando el nudo opresivo que sentía en mi pecho. Había una luz, brillante y enorme. Pensé que había llegado mi final, que aquello era lo que la gente decía que veía después de la muerte. Pero entonces… entonces vi la luna. ¡Era enorme y brillaba un montón! Parecía que ahuyentaba a la oscuridad. Y cuando la oscuridad se fue, dejé de tener miedo.
   Me sentía flotar, flotar en aquel inmenso lugar, que estaba lleno de árboles y de nieve, había nieve por todas partes. Pero ya no sentía frío. Ni miedo. Bajé la vista hacia el suelo, pero se encontraba a varios metros por debajo de mí. No me equivocaba, ¡estaba flotando de verdad! Y empecé a descender, con cuidado, como si una gran mano invisible me hubiese colocado con delicadeza sobre el suelo, con cuidado de no romperme. Cuanto toqué el frío hielo que cubría la laguna, me di cuenta de que no tenía zapatos. ¡Iba descalzo y no tenía frío! Notaba el hielo bajo las plantas de mis pies, firme pero a la vez frágil, capaz de romperse de un momento a otro. ¡Y ni ahí tuve miedo!
   Alcé las manos y las observé como si fuese la primera vez, palpándome la cara, extrañado. Y abrí mucho los ojos. Yo mismo estaba frío. No, frío no, ¡helado! Y, ni aún así, conseguía sentir el frío de mi exterior, ni que me afectara el de mi propio cuerpo.
   Qué hacía yo ahí y cuál era mi misión, es algo que nunca he sabido. Y a veces me pregunto si algún día lo sabré. Pero alcé la vista a la luna, y todas mis dudas desaparecieron por unos gloriosos instantes. Oh, si la hubieseis visto aquella noche, estaba hermosa. Era enorme, y brillaba, y parecía que sonreía. ¡Parecía hablarme a mí!


  Intenté caminar, con cuidado, sabía que el hielo no era de fiar y que podría romperse y, en ese caso, acabar con todo aquello para siempre. Pero no sucedió nada. En su lugar, casi me resbalé cuando tropecé con un palo alargado. Lo miré con recelo. No, no era un palo. Era un bastón. Lo agarré con cuidado, y en cuanto mis manos tocaron la delicada y tallada madera, una blanca y brillante escarcha como la luna lo cubrió por completo. ¡Qué susto me pegué! Lo dejé caer contra el hielo, pero al golpear contra él sucedió una cosa muy extraña. 


El hielo se llenó de escarcha. De fría, delicada y hermosa escarcha, que daba vueltas y formaba dibujos hermosos sobre el suelo. Observé el bastón, maravillado, y corrí hacia unos árboles. Quería ver si funcionaba de verdad. ¡Y funcionó! Nada más rozar la punta de aquel bastón contra la corteza del árbol, una escarcha floral lo rodeó. Lo imité con el siguiente. ¡Funcionaban, había escarcha!


   Solté una exclamación de asombro y di saltitos de emoción en el sitio. Y riendo, patiné por el suelo, con facilidad, deslizándome por el hielo a la vez que arrastraba el bastón por él. La escarcha aparecía a montones, uniéndose entre ellas, formando hermosas volutas que decoraban la superficie de aquella vieja y helada laguna. Corría, riendo, saltando, repleto de felicidad y emoción, formando espirales de escarcha a mi paso. ¡Oh, era tan hermoso, tan hermoso! La escarcha era blanca, impoluta, y brillaba muchísimo, de un tono mágico. Sí, era tan mágico.


   Entonces una corriente de viento me hizo ascender, y floté, como había hecho antes. La sensación era tan maravillosa, tan mágica, que no podía creer que hubiese existido un momento de mi vida en el que me encontrara tan feliz. Podía contemplar mi obra desde ahí arriba, y era más hermosa y maravillosa aún. Aún me faltan palabras para describir aquello. No podía parar de reírme, ¡estaba eufórico! Y, súbitamente, tal y como había llegado, acabó.
   Empecé a caer en picado, golpeándome con las ramas desnudas de los enormes árboles, rompiéndolas, haciéndome daño. Sí, podía sentir dolor. Pero caí sobre una gruesa rama, situada a varios metros del suelo. Me agarré a ella con fuerza, pero no volví a caer. ¡Incluso después de aquello no podía parar de reírme! Miré a mi alrededor, y las luces de un pueblo me llamaron la atención. No estaba muy lejos, podía ver los tejados de las casas desde allí. Con cuidado, me puse en mi pie, y medité la idea. Volví la cabeza hacia el suelo, hacia la laguna. La escarcha seguía allí, no parecía querer irse, ni volverse hielo. Permanecía intacta, tal y como había llegado. ¡Debía mostrárselo a los demás! Era tan maravilloso, que la gente no podía perderse aquello, debían verlo. Así que sin pensármelo más, salté de aquel árbol y floté de nuevo, torpemente, sobre la corriente de aire. Y volé.
   Aterricé forzosamente sobre el suelo de la aldea –me caí varias veces, para qué ocultarlo- con la capa sobre mi cabeza, dando una imagen bastante absurda y cómica. Me erguí con rapidez y orgullo, esperando que nadie se hubiese percatado de ello. Gracias al cielo, nadie lo hizo. Estaban todos ocupados en sus cosas. Era ya de noche, y varias hogueras dispersas por la aldea iluminaban las viejas casas de madera tenuemente. Pero a mí no me hacían falta, podía ver perfectamente en la oscuridad. Todos vestían con ropas sencillas, de la época, abrigados frente al invierno. Varios niños correteaban entre las hogueras, pero no tenían miedo de ellas. Me reí, contagiado por su entusiasmo, y recordando lo que había venido a hacer.
   -¡Hola! –saludé con alegría a una mujer que pasó por delante de mí.
   Pero ella no pareció oírme. Sacudí la cabeza y fui a saludar a otra persona, pero esta también me ignoró. Lo intenté con unos cuantos más, pero uno pasó de largo por mi lado y los otros siguieron con su aburrida conversación como si no existiera. En ese momento un niño se acercó corriendo hacia mí, persiguiendo a un pequeño perro. Me agaché y le dediqué una sonrisa amable.
   -¡Ah, perdona! –dije mientras alzaba una mano para detenerle-. ¿Puedes decirme dónde estoy?
   Pero el chico no se paró.
   No tuve tiempo para reaccionar, pero tampoco me hizo falta. El niño me atravesó como si nada. Me levanté con rapidez, asustado, y me llevé la mano al pecho, respirando agitadamente. Volví la vista hacia el chico, que seguía corriendo tras el perro, como si nada hubiese pasado. Miré a mi alrededor, con los ojos como platos, y empecé a retroceder, mudo de terror. En mi camino me tropecé –o mejor dicho atravesé- con tres personas más. No podía creerlo, aquello no podía estar pasando. Tragué saliva.
   -¿Hola? –grité, con la esperanza de que alguien me oyera-. ¡¿Hola?!


   Pero nadie lo hizo. Nadie volvió la cabeza hacia mí, nadie dio muestras de haberme visto, escuchado o incluso percatado de mi presencia. Yo no existía para ellos. <<Pero yo sí existo, ¿no?>>, pensé con inquietud. Me llevé de nuevo la mano al pecho. Sí, yo estaba allí. Pero aquella gente no parecía verme.
   Me di la vuelta, contrariado, sin parar de mirar hacia atrás, y salí de aquella aldea, para no volver jamás.
   Me llamo Jack Escarcha. ¿Que cómo lo sé? Me lo dijo la luna. Pero eso fue lo único que me dijo. Y eso fue hace mucho, mucho tiempo.

jueves, 25 de julio de 2013

Chris.

   Aparta las hojas del suelto con un puntapié y se sienta con las piernas cruzadas. Hace una mueca. Se manchará el pantalón de barro. Respira hondo varias veces el aire purificador del bosque, intentando aclarar sus ideas. Aunque es un poco difícil, por culpa del ensordecedor sonido de la catarata al romper sobre la pequeña laguna que se encuentra delante suya. Siempre anhelaba estar allí, pero en aquel momento desearía estar en cualquier lugar que no fuese aquel pequeño paraíso oculto. Por suerte no es conocido, y la mano del hombre no ha llegado hasta él. Todavía.
   Escucha el crujir de las hojas al romperse tras de sí. Alguien se acerca. El individuo se sienta a su lado, abrazándose las piernas, y desprendiendo un leve halo de inseguridad que no logra ocultar del todo. Pese a todo, permanece tranquilo. Ella mantiene la vista fija en el agua. No le hace falta mirarle: sabe de sobra de quién se trata.
   -Has venido -dice, con una voz rara para un chico, dulce y delicada.
   Ella se encoje de hombros.
   -Es el día.
   Él pasea la vista lentamente por el lugar.
   -No ha cambiado nada. Nunca cambia nada aquí -comenta.
   Tampoco la ha mirado a ella desde que ha llegado.
   -Venimos todos los años, Chris. Aún no ha cambiado nada, pero ten por seguro que lo hará -y añade en voz baja-. Todo lo hace.
   Chris suspira y se pasa una mano por el cuello, masajeándolo, intentando parecer despreocupado. No lo consigue.
   -Pero hoy aquí no parece haber cambiado nada, peque.
   Se estremece al escuchar cómo le ha llamado. Hacía mucho tiempo que nadie la llamaba así, y de esa forma. Sin embargo, vuelve a encogerse de hombros y cambia de tema.
   -Aún no me has contado por qué te marchaste.
   -Lo sé -responde solamente.
   Ella resopla y se muerde el labio inferior, frustrada. Parece ser que él tiene las mismas ganas de hablar que ella. Es decir, muy pocas.
   -Lo prometiste -le recrimina, intentando que no le tiemble la voz.
   Chris traga saliva, pero no dice nada. No, ya nunca dice nada.
   -Hoy es el día -continúa ella-. Siempre estabas aquí, siempre el primero. Siempre el mismo día.
   -Las cosas cambian, pequeña.
   Entonces ella le mira, y se topa con sus profundos y oscuros ojos observándola. Parecen tristes. O tal vez esté finjiendo. Nunca lo sabe.
   -Eres un cabrón -le escupe, dolida.
   Y aparta la mirada al tiempo que una lágrima se desliza por su mejilla.
   -Lo prometiste -vuelve a repetir, y esta vez no puede evitar que se le rompa la voz.
   Se echa a llorar, a la vez que se reprocha a sí misma el ser tan estúpida y dejar que sus sentimientos tomen las riendas. No debería llorar. No delante de él. Pero no puede evitarlo. Es como si el peso de todos los problemas y malos tragos que llevaba cargando consigo le asfixiara y amenazara con oprimirle el pecho si no lo hace.
   Chris alarga una mano para acariciarle el pelo, pero ella se aparta con rapidez y se abraza el cuerpo con los brazos. Tiembla. De repente hace mucho frío. O tal vez sea que en su interior ha estallado la tormenta.
   Él no se da por vencido y se acerca a ella, esquivando sus manos que intentan apartarle a manotazos, y haciendo caso omiso de los insultos que ella le grita. Por fin, consigue abrazarla, y aunque ella se debate con fiereza al principio, acaba dejándose hacer y entierra la cara en su hombro. Y llora con más fuerza aún, desahogándose.
   Al cabo de un rato pierde la cuenta de cuánto lleva así, y se dice a sí misma que debe parar de llorar, que aquello no está bien. Que es un error. Entonces vuelve a intentar zafarse se él, y sorprendentemente él la deja ir.
   Vuelve la cabeza a otro lado, se aparta de él varios centímetros y se seca las lágrimas con las mangas de la camiseta.
   -Gilipollas, gilipollas, gilipollas -susurra para sí.
   Y permanecen en silencio, y ninguno de los dos vuelve a hablar. Ella más tranquila, y él más seguro de sí mismo. Parecen haber hecho las paces consigo mismos. Cualquiera que los viera no podría evitar sorprenderse con aquella pareja tan peculiar, y preguntarse qué pasaría por sus cabezas. Porque ahora un torbellino de sensaciones y pensamientos sacude la de ella, mientras que en la de él reina la calma. Y aquello era así desde que ella puso un pie en aquel lugar. Así que se quedan callados, sin tener nada que decir, sabiendo que sobran las palabras, y lo que haya que contar, este no es el momento ni el lugar adecuado. No, mejor será permanecer así.
   Y poco a poco el claro va oscureciendo, y el sol se va poniendo. Cuando, finalmente, los débiles y últimos rayos del sol bañan su cara y el lugar, ella susurra:
   -Te quiero, Chris.
   Casi puede notar cómo él sonríe a su lado.
   -Deberías dejar de imaginarte cosas de estas, pequeña -responde con burla-. O acabarán tomándote por loca.
   Ella sonríe a su vez y vuelve la vista hacia él.
   Pero allí no hay nadie.
   Acaricia con suavidad el lugar donde momentos antes había visto a su amigo.
   -Lo sé -susurra.
   Lo prometió, pero no, esta vez no ha aparecido.
   Con una sonrisa amarga se mete la mano en el bolsillo y saca un paquete de tabaco y un mechero. Se observa la camiseta empapada y arrugada por las lágrimas e intenta alisarla. Suspira. Enciende un cigarrillo y se lo mete en la boca. Deja que el humo escape con suavidad por sus labios entreabiertos, de la misma forma que él tanto odiaba. Siempre se había enfadado con ella por el hecho de fumar. Le había prometido que no lo haría más.
   Y no era la primera promesa que rompía. También se había prometido a sí misma que no volvería a pensar en él.
   Le da una profunda calada al cigarro y deja que el humo le llene los pulmones.
   Al final, la mano del hombre ha llegado a ese pequeño lugar, aunque no de forma repentina.
   Al final, todo cambia.
   Y, por lo que puede ver, ella no es la única que rompe sus promesas.
   La tormenta estalla de nuevo en su interior. Truenos.

lunes, 1 de julio de 2013

Tic, tac.

   Tic, tac.
   Lo latidos de su corazón nublan todos sus sentidos. Palpitantes, resuenan en sus oídos. Como un reloj, marcando los segundos que permanece en oscuridad.

   Tic, tac.
   <<Joder, para ya.>>
   Se levanta con el pelo alborotado, colocándoselo mal con los dedos, pues están acostumbrados a otro tacto. A unas manos grandes y suaves, que peinaban y despeinaban en el intento. Y con el tacto de su dueña se revelan, porque no soportan la oscuridad que emana de ella.

   Tic, tac.
   Se prepara una taza de café, preguntándose si mañana le sabrá igual de amargo que ayer, por mucha azúcar que le eche.
   Pero más se pregunta, si no será su boca la que se niega a aceptar otro sabor que no sea el de sus labios.

   Tic, tac.
   Se sienta en una vieja silla de madera que cruje bajo el peso de su cuerpo cansado. Y no es que pese mucho, es que sus males le pesan y la hacen envejecer. Mantiene la taza de porcelana entre sus manos, con los dedos entrelazados. <<Alguien tendrá que hacerlo>>, piensa, mientras traga saliva con dificultad.

   Toc, toc.
   Eso no ha sido el reloj. No se levantaría si no fuese por la intensidad de sus latidos, que ahogan sus penas durante unos segundos, y la ayudan a ir hacia la puerta.

   Toc, toc.
   <<Ya va, ya va>>, pero no lo dice. Se quedó muda, piensa, la noche anterior. Y todos los días piensa lo mismo.

   Toc, toc.
   Abre la puerta, y la taza de porcelana cae a sus pies. Y el café ardiendo le salpica los tobillos, y suelta un gruñido, pero más de satisfacción que de dolor. O quizás sea al revés. No sabe. O tal vez sí. Porque sigue viva.
   Y él ha vuelto.

   Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac.
   Los latidos del corazón resuenan con fuerza y velocidad en sus oídos.
   Se aferra al marco de la puerta para no caerse.
   <<Joder, joder.>>
   Parpadea, presa del miedo, de que sea una ilusión. Su mente le puede jugar malas pasadas.
   Pero él sigue ahí. Sonriente, susurrando su nombre. Como si nunca se hubiese ido.
   Se aferra a su camisa y a sus brazos, ya que su tacto es más suave que la madera. Que la tela. Que el algodón.
   Lo abraza con fuerza. No, fuerza no es adecuado.
   Desesperación, temor, amor. Eso es.

   Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac.
   <<No te vayas, por favor, no te vayas.>>
   Y sin darse cuenta ha ido alzando la voz, casi gritando se lo susurra al oído. Son sus primeras palabras en varios días, semanas, tal vez meses. ¿Qué más da? Son verdades que el alma taciturna y oscura deja escapar.
   <<Lo siento>>, le susurra él, y el cosquilleo que le hace en la oreja, baja por su columna como un escalofrío.
   Se estremece.
   Llora, dejando escapar el nudo de su garganta. Soltando todo lo que llevaba reteniendo durante meses.
   Que pesada carga puede ser el silencio.

   Tic, tac.
   Abre los ojos. La taza de porcelana descansa sobre sus dedos entrelazados, como cada día.
   Se levanta y tira el café entero por el fregadero, como cada día.
   Suspira y deja escapar un par de lágrimas que no llegan a alcanzar el final de sus mejillas.
   No sabe ya, de tanto pensar, si lo ha vivido o lo ha vuelto a imaginar.
   Qué más da.
   Se dirige a su habitación, y apaga la luz. Mejor será dormir. A las nueve de la mañana se levanta y a y media se vuelve a acostar, como cada día.
   <<Quizás mañana ya...>>

   Tic, tac.

jueves, 13 de junio de 2013

Espejito, espejito...

   Frío. Te abrazas el cuerpo con los brazos. No sientes calor.
   Frío. Dolor. Te aprietas fuerte las costillas. No es más que el corazón.
   Frío. Gritos. Nadie más los oye. Todos en tu contra.
   Frío. Susurros. Nadie se quedará a tu lado. Todos se han marchado.
   Frío. Lloras. No vales nada, nadie te merece. Eso es lo que gritan.
   Frío. Sudor. Te recorre helado por la espalda.

   Gritas.
   Cállate. Cállate. Cállate.

   Calor. Las lágrimas arden cuando ruedan por tu rostro.
   Calor. Dolor. El sabor metálico y cálido de la sangre en tu boca.
   Calor. Gritos. Nadie querría a nadie como tú. Se encienden tus mejillas.
   Calor. Susurros. Haz que callen. Por favor. Haz que callen.
   Calor. Lloras. Esa presión asfixiante. Está en tu cabeza, en tu pecho, en todas las jodidas partes.
   Calor. Sudor. Te sudan y alzas las manos.

   Que pare, joder. Que pare.
   Golpe. Gritos. Huye. Rápido. Huye.

   Calor. Frío. Miedo. Silencio.
   Cristales rotos. Malditos espejos.

   Por fin.
   Se calló tu puto reflejo.

jueves, 30 de mayo de 2013

No puedo hablar de amor.

   No puedo hablar de amor, te lo llevaste contigo. Sin embargo, me atrevo a llamarte así en sueños, cuando sólo mi almohada te escucha.
   El vaho de mis recuerdos pinta tu nombre con desgana, cansado de hacerlo todas las horas del día.
   Y cuando cierro los ojos, tu imagen se dibuja con delicados trazos en mis pupilas. Y puedo verte, pese a estar a oscuras. Y puedo oírte, pese a estar dormida.
   Cada mañana espero que el móvil te haya llamado, porque yo no me atrevo. Y lo miro, como el que espera que en un día de lluvia el cielo se vaya a despejar.
   Ningún mensaje tuyo.
   Las decepciones dejaron de añadirse a la lista cuando esta se quedó sin hojas. Las utilicé todas para escribir tu nombre.
   No me canso de repetirme que no va a pasar. Pero luego tiembla la tormenta. Tal vez el cielo sí que vaya a mejorar.
   Yo que sé.
   Al final no son más que truenos.

domingo, 19 de mayo de 2013

Cioccolato.


   El sonido del agua al chocar contra las rocas fluye ligero y suave por el aire, al igual que el agua por el pequeño arroyo. A esto se le une el dulce canto de los pájaros y de los grillos. Una gran arboleda discurre a ambos lados del arroyo, sus copas son altas y tapan ligeramente la luz del sol. El aire es puro y respiro hondo varias veces, llenando los pulmones y librándolos de la contaminación del aire de la ciudad. Sopla una fresca brisa que agita levemente las hojas y las ramas de los árboles más pequeños.
   Me recuesto en la rama y apoyo la espalda contra el tronco. Inclino la vista hacia el suelo y calculo la altura a la que me encuentro. ¿Dos, tres metros tal vez? No tengo ni idea, pero seguro que si me caigo me haré bastante daño. La corriente de aire aumenta y me revuelve los cabellos. Me obligo a apartármelos de la cara cuando se me pegan en el cuello y se me meten en la boca. El rocío de la mañana de salpica las mejillas y me seco con la manga de la camiseta. Tengo sueño, pero no me quiero ir. Me ha costado mucho subir hasta aquí. Además, me gusta estar aquí. Se respira paz y tranquilidad.
   Bajo los pies y dejo las piernas colgando mientras las balanceo. Me ruge el estómago. Tengo hambre. Una rama cruje sobre mí y alzo la vista. Michael está bocabajo, con las piernas enganchadas a una gruesa rama y el cuerpo colgando bajo ella. Sostiene una bolsa de Lacasitos y me la ofrece.
   -¿Quieres? -Pregunta mientras se mete uno en la boca. Debe ser difícil comer bocabajo.
   Asiento y alzo una mano para agarrar la bolsa. Cojo un puñado y me los meto en la boca. Sonrío interiormente de placer. Chocolate.
   -Dame un poco -pide mientras se chupa los dedos.
   Le observo con diversión. Ahora mismo da una una imagen bastante absurda, con su largo pelo azabache alborotado y tendiendo al suelo. La camiseta se le baja ligeramente, dejando al descubierto parte de su vientre plano. La tenue luz del sol se refleja en su morena piel, y le da un tono más profundo. Lo mismo sucede con sus ojos, pequeños y proporcionados, de color miel a la luz del sol.
   Suelta un quejido.
   -¿Me lo das ya? -suplica, poniendo voz infantil.
   Río levemente y alargo el brazo para dárselo. En el momento en que coge la bolsa, nuestros dedos se tocan y me ruborizo. Ha sido muy poco, casi un roce, pero ha bastado para hacerme enrojecer. Desvío la vista rápidamente e inclino la cabeza hacia otro lado.
   Hay algo moviéndose en el suelo que me ha llamado la atención. Entrecierro los ojos para ver mejor y me doy cuenta de que no es más que una pequeña ardilla. Rebusca entre los matojos de hierba algo de comida, desesperada. Frunzo el ceño.
   -¿Las ardillas pueden comer chocolate? -Pregunto sin mirarle.
   -Mmmm, no lo sé, pregúntale tú.
   -No hablo ardillo.
   -Kuzco sí -responde con risa contenida en la voz.
   -Kuzco no -contradigo.
   -Que sí.
   -Que no -niego, convencida.
   -Que sí.
   -Que no, que el que hablaba ardillo era su amigo Kronk -explico.
   Suelta una carcajada y por fin le miro. Se pasa la mano por el pelo y balancea el cuerpo bajo la rama.
   -¿No decías que odiabas esa serie?
   -Es que tú me obligabas a verla -acuso.
   -Mentira.
   -Verdad.
   -Mentira.
   -Verdad.
   -¿Por qué nunca estás de acuerdo conmigo? -Pregunta, exasperado.
   -Porque tú nunca estás de acuerdo conmigo -replico mientras me encojo de hombros.
   -Eso no tiene sentido, eres tú la que nunca está de acuerco conmigo -se queja.
   -Mentiroso -respondo.
   -Verdadoso.
   -¿Verdadoso? -Pregunto, casi riéndome- Esa palabra no existe.
   -Claro que existe -protesta, indignado-. Lo he inventado yo.
   -Oh, claro, cómo no -respondo, sarcástica- ¡Au!
   Me froto la cabeza, justo el lugar donde me ha tirado el lacasito. Este ha rebotado en ella y ha caido al suelo, cerca de la ardilla, que aún sigue en su búsqueda de alimento. Cuando lo ve caer corre hacia él, pero luego lo olisquea, desconfiada. Por fin lo agarra y le da pequeños mordiscos.
   -Parece que le gusta -inquiere Michael.
   -¿Y a quién no?
   -Vaya -exclama sorprendido, y vuelvo a mirarle-. Por fin estamos de acuerdo en algo.
   Río y me encojo de hombros.
   -El chocolate une personas -explico.
   Sonríe y se balancea hacia mí. Suelta un poco las piernas con cuidado para dejar su cara a la altura de la mía y deposita un suave beso en mis labios. Sonrío.
   -Llevas razón -susurra.
   Vuelve a besarme y le devuelvo el beso. Pero al cabo de un rato me aparto y niego con la cabeza.
   -No podemos seguir así -declaro.
   -¿Así cómo? -Pregunta, extrañado por la interrupción del momento.
   -Así -repito mientras nos señalo a ambos.
   Frunce el ceño y contengo la risa. Si ya de por si es gracioso cuando hace eso, bocabajo aún más. Sin embargo, no es momento de risas.
   -No te entiendo.
   Me encojo de hombros y sacudo la cabeza.
   -Es igual -murmuro, desviando la vista.
   Suspira y se balancea, esta vez más fuerte, para coger impulso, y se sube a la rama de arriba. Cuando recobra el equilibrio baja hasta donde me encuentro y se sienta en frente mía.
   -No, explícamelo -exige.
   Resoplo y le miro a los ojos. Puedo verme reflejada en ellos, la seguridad y el cariño que transmiten. Y me siento pequeña e insignificante a su lado.
   -Pues... que tú eres tú y yo soy yo -explico.
   -Eso no suena muy convincente.
   -No lo es -sonrío tímida.
   Para mi alivio, me devuelve la sonrisa.
   -¿De qué tienes miedo? -Pregunta de repente.
   Esta pregunta me coge por sorpresa, pero sé que es la adecuada. ¿Que de qué tengo miedo?
   -De que te marches -musito.
Abre los ojos como platos, molesto.
   -¿Crees que te dejaría?
   Su voz denota un punto de enojo y decepción que no sé cómo tomarme. Asiento levemente, avergonzada. Suspira y se pasa pasa la mano por la cara. Le miro de reojo y noto como empiezo a enrojecer de nuevo. Permanece un rato así, en silencio, con el sonido del bosque de fondo. Hasta que lo rompe.
   -No voy a marcharme -dice con certeza-. Estoy aquí, contigo, ahora, en este momento. ¿Qué importa lo demás?
   -¡A mí me importa! -exploto- Necesito saber que no me voy a despertar un día y no te voy a ver a mi lado. Necesito saber que vas a permanecer aquí.
   -Eso no puedes saberlo. Nadie puede saberlo.
   -Claro que sí. Tengo que saber que estás seguro de querer involucrarte en esta relación, porque si no...
   -Eh, espera un momento -interrumpe- ¿Relación? Somos amigos.
   Suelto una carcajada. Reirme por no llorar.
   -¿Eso es lo que somos? ¿De verdad?
   Me mira, dudoso.
   -Bueno... la verdad es que no sé lo que somos. Pero, ¿qué más da? No hace falta ponerle nombre a un sentimiento. Yo soy feliz así, contigo y nada más que contigo. Si quieres designarlo, hazlo, llámame tu chico, tu novio o tu amigo, como quieras -Se detiene un segundo para coger aire y añade, en un tono más bajo-. Tú me gustas de todas las formas posibles, siempre lo has hecho. Pero la pregunta clave aquí es, ¿eres feliz?
   Cierro los ojos, exhausta. Pero asiento con la cabeza y los abro de nuevo.
   -Claro que soy feliz. Pero esto no es normal, no es estable. No quiero cometer errores, Michael. No quiero hundirme -termino, y se me rompe la voz.
   Su mirada se ablanda y alarga una mano para acariciarme la mejilla, con suavidad.
   -No voy a permitir que te hundas, Annie. Ante todo eres mi amiga. Mi mejor amiga. Y eso no va a cambiar nunca. Me quedaré contigo, pase lo que pase.
   Le miro, con ojos vidriosos.
   -¿Lo prometes?
   -Te lo prometo.
   Le acaricio la mano y parpadeo varias veces para apartar las lágrimas de los ojos.
   -Odio discutir contigo -susurro-. Pero... es que no quiero perderte. Todo el mundo que promete quedarse conmigo acaba marchándose al final.
   Sonríe con cariño y se me encoge el corazón de ternura.
   -Por suerte para ti, yo no soy todo el mundo.
   Sonrío, me acerco a él y le beso.
   Me devuelve el beso con pasión, pero se separa de mí y me mira, con expresión asustada.
   -¿Qué? -pregunto, extrañada- ¿Qué pasa, Michael?
   Sacude la cabeza y vuelve a recuperar la sonrisa.
   -Nada -susurra, tímido-. Es sólo que... creo que te quiero.
   Le observo, perpleja. Noto como las mejillas se me ruborizan, pero me obligo a no apartar la vista de él. Me quedo callada y él se remueve en su sitio, inquieto.
   -¿No dices nada? -Pregunta finalmente.
   Respiro hondo y sacudo la cabeza.
   -Es que creo... que yo a ti también.
   Su sonrisa se hace más amplia y se lanza hacia mí. Me agarra con suavidad la cabeza y me besa con ternura. Le acaricio el pelo con las yemas de los dedos, con las mejillas aún ruborizadas.
   Y parece que el bosque entero compone una melodía para nosotros.

lunes, 29 de abril de 2013

Passion.

   Las pequeñas calles de Madrid, antes iluminadas y llenas de gente, se despojan de su calidez que tenían durante el día y se sumen en la oscuridad. Tan solo son las siete de la tarde, pero la luz del sol desapareció hará un rato. Las calles, desiertas y solitarias, solo son despertadas de su letargo por unas pisadas que se oyen a lo lejos. Alguien ríe, y otro habla. Una pareja enamorada camina de la mano mientras se detienen a darse un beso en cada esquina. Hace media hora que se apagaron todas las farolas y que el ruido del tráfico ha desaparecido. Madrid se ha convertido en una ciudad fantasma con la llegada del invierno, pero eso no ha detenido a aquella pareja, que parece dispuesta a disfrutar de su día juntos. La chica, de un largo pelo rojizo, no puede parar de reír y disfrutar con la compañía de aquel encantador chico, y él, a su vez, parece embelesado con la dulce voz de su pareja. Sonríen en la oscuridad, aunque apenas pueden verse. Saben que es un momento íntimo, importante para los dos, aunque sea un día como otro cualquiera. Pero no lo es. Madrid les pertenece, ahora mismo solo existen ellos dos.
   Atraviesan una pequeña calle mientras él la agarra por la cintura y le susurra algo al oído. Casi se puede adivinar por la sonrisa de la chica, que ha dicho lo que ella quería oír. Se detiene un momento mientras le sujeta la cara suavemente con las manos y le besa. Él la corresponde mientras acerca su cuerpo al suyo y le acaricia suavemente el pelo. No pueden negar que los dos están pensando en lo mismo, en llegar pronto a casa para fundirse en uno solo. Pero quieren disfrutar de ese momento. Es suyo, les pertenece. La risa de ella vuelve a sonar sobre el silencio de la noche, y él vuelve a besarla. Pasan así un buen rato, intercambiando besos, miradas, silencios. Intercambiando palabras sin la necesidad de hablar, solo con mirar.
   Finalmente, desesperados y hambrientos, entrelazan sus dedos y se besan apasionadamente mientras él la alza en alto y pasa sus piernas alrededor de su cintura. Los botones de la camisa de él parecen a punto de estallar, al igual que sus corazones. Cualquiera en cien metros a la rotonda, si aguza el oído puede llegar a escuchar sus desbocados deseos del uno por el otro. Pero eso ya no importa, la gente no importa. El mundo dejó de existir para ellos con el primer beso. Están solos, en aquella calle moribunda, llena de recuerdos y viejos secretos que en sus muros se ocultan. Al igual que aquella sombra.
   Lleva presenciando los hechos desde que aquellos enamorados salieron abrazados de un viejo pub del centro. Éstos no se dieron cuenta, pues como ahora, el mundo había parado y los había dejado de lado para que disfrutaran a solas de su compañía. Y la sombra, agazapada en el tejado de un viejo edificio, sonríe con cada beso de ellos.
   Pero la chica debe de haberse dado cuenta de que algo raro pasa, pues no puede evitar girar la cabeza hacia el edificio cuando siente unos ojos clavados en su espalda. Naturalmente, no ve nada ni a nadie, pero se aparta del chico repentinamente y un gesto serio. Niega con la cabeza. "Paciencia", susurra. Él la observa con un brillo de picardía en los ojos y sonríe a modo de aceptación. Le peina el pelo, ahora salvaje y alborotado, con las yemas de los dedos y se ponen en marcha, no sin antes darse otro beso. Vuelven a agarrarse de la mano, pero esta vez no continúan con su paseo tranquilo, si no que echan a correr calle arriba hasta desaparecer de la vista, como dos niños pequeños que juegan al "tú la llevas". Sus risas siguen sonando hasta muy pasadas las horas. Y eso que ya no ríen, que se han fundido en una sola persona.
   Pero la sombra, ahora convertida en un increíble joven atractivo, sigue reviviéndolas en su memoria, sabiendo que aquellas risueñas y enamoradas risas le acompañarán para siempre.

domingo, 3 de marzo de 2013

Promises.

  No te pediré que te quedes conmigo toda la vida. Tan sólo dame un poco de tu tiempo, a mi lado. Solo te pediré que lo desperdicies, si quieres, conmigo. Porque yo prometo estar contigo. Podría entregarte mi cuerpo, mi alma, mi lealtad, mi esencia. Abandonarme ante ti sin dudas ni reservas. Podría hacer tantas cosas, solo si tú me lo pidieras.
  Me elevaría hasta el cielo para rozar las nubes y volver, y susurrarte al oído que solo contigo las logro vencer. Y es que recuerda, que te hice una promesa, cuando tus parpados se cerraban y dormitabas con una media sonrisa. Y te prometí, que por ti volvería, cualquier noche o día, solo si tú me lo pedías. Y volvería a ti, a acariciar tu espalda como antaño, y que ahora hago con las cuerdas de mi guitarra. Y escuchar con anhelo tu risa entre beso y caricia. 
  Júrame que todo volverá a ser como antes. Prométeme que no volverás a marcharte.
  Deja que los minutos corran, que no dejen muestra de su ausencia. Que nuestro único reloj sean los latidos del corazón. Que todo gire en sentido contrario.
 
  Prometo hacerte feliz.